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La provocación al duelo, aunque pueda parecer extraño, se encontraba sancionada penalmente en el derecho español hasta julio de 1989. No sabemos si por añadir a los aburridos códigos penales un toque de costumbrismo, o bien porque hasta esas fechas, de madrugada y con fuerte viento de levante –que diría Trillo-, todavía quedaban nostálgicos seguidores de Dartacan dispuestos a vengar afrentas con el sable de su abuelo junto a la tapia de un solitario cementerio.

Y es que los españoles somos muy de nuestro honor. Ya se pueden descojonar de nuestras pintas, de la picota de la tía Ambrosia o de lo mal que jugamos al bagminton, pero como alguien insinúe por ejemplo que somos unos cobardicas… malo. Sufrimos entonces una especie de transformación que nos recalienta el careto, a medio camino entre el verde manzana de la Masa y el sonrosaete teenager de Marty McFly cuando le llaman gallina.

Lo malo de todo es que tal exceso de amor propio, de honrosa dignidad cara a la galería, es tan sólo debida al qué dirán, una especie de maldición hispana que nos acompaña desde hace siglos y que hace que nos juguemos el pellejo obsesionados por lo que puedan pensar nuestros vecinos, no por la afrenta en si. Y es que duele más que piensen que uno es un cobarde, que serlo en realidad, que eso nos la trae floja. Debido a este curioso mal que nos afecta, cientos de españoles se han batido en duelo sin tener ni puñeteras ganas, todo por decirle en un baile que su mujer era un poco guarrilla, cuando el hombre ya lo sabía de sobra, pero claro, si empiezan todos los que están a tu alrededor ¡Uy lo que te ha dicho! ¡Qué pasote!, pues claro, a ver quien es el guapo que se hace el sueco.

Antaño las discusiones se resolvían mediante juicio de Dios, también llamado Ordalía, en la que los rivales metían por ejemplo la mano en un puchero de agua hirviendo para ver cual de los dos tenía razón. Se supone que el que no se quemaba estaba en posesión de la verdad. Pero casi siempre quedaba en tablas la cosa, pues ambos contendientes solían sacar tan sólo el muñón, suponemos que dejando su antigua extremidad para alegrar un poco el caldo que después se ventilaban ansiosamente la multitud congregada. Y lo pagaba el pardillo al que le tocaba el premio.

Menos mal que a una persona metódica como el Marqués de Cabriñana, en 1900, le dio por escribir unas bases con las que regular los dimes y diretes en los que se veían enfrascados todos aquellos duelistas irredentos. Así surgió su famoso libro Lances entre Caballeros.

Cuenta el Marqués que las ofensas son personales, y que tan sólo se puede ser sustituido por ascendientes o descendientes en el caso de ser menores de veintiún años o mayores de sesenta. O sea que si un atontado adolescente o un viejo cascarrabias se metía en líos, tenía que venir luego el pringao del familiar directo para jugarse los hígados porque a su abuelo se le había ido la lengua jugando al dominó en el casino, o el niñato, en un ataque de calentura juvenil, le había tocado la nalga derecha a la esposa de un capitán de artillería.

Las armas a elegir eran pistola, espada y sable. Incluso en situaciones excepcionales se podía pactar empezar con un arma y terminar con otra. Suponemos que cuando ambos rivales fueran tan malos que fallaran con la pistola –igual se cargaban a un testigo y todo- y tenían que tirar de sable para ensartar al antiguo amigo que se beneficiaba a su novia en el asiento trasero de su calesa.

En cuanto a los padrinos, ejercían de confidentes, jueces de campo y magistrados encargados de aplicar las reglas del código de honor. Si uno se sentía ofendido llamaba a sus padrinos para que visitaran al ofensor y se estableciera el horario del duelo. Si era un desconocido se le enviaba una tarjeta al domicilio –El señor Mínguez tiene el gusto de retarlo a un duelo…-, así que seguramente más de uno no abriría la puerta cuando llamasen estos cenizos, no haciendo ruido para parecer que estaba vacía la casa, como cuando tocan el timbre los vendedores a puerta fría, o incluso algún bigotudo bigardo de cuarenta años imitaría la voz de un angelito tres para intentar engañar a tan incómodos visitantes.

Tristemente, el toque caballeresco del duelo se ha perdido, convirtiéndose en la actualidad en una bronca taleguera entre gañanes, quienes por haber sido derramado su cubata en un descuido, sacan al pobre causante a la calle y lo inflan a hostias hasta dejarle la cara como un pan de pueblo. Eso en el mejor de los casos. Lo de los padrinos, la buenas formas, el dispare usted primero, pasó a la historia, y el vestirse de domingo para batirse como un gentleman torna hoy en día en salir a empujones de un discopús para pelearte con un gañán con cara de psicópata y bajo cuya prietísima camiseta existen infinidad de músculos, algunos de los cuales aún no han sido catalogados por la anatomía moderna.

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