LA GRAN EVASIÓN, 65 AÑOS DE UNA FUGA LEGENDARIA
Dicen que recordar es volver a vivir. Seguramente que para Alfie Fripp, Reg Cléber, Andrew Wiseman y Frank Stone, veteranos aviadores de la RAF que la noche del 24 de marzo de 1944 escaparon junto a otros 76 compañeros del campamento nazi de prisioneros Stalag Luft III (Polonia), en su visita al mismo 65 años después de su cinematográfica gesta, transmutada en la gran pantalla como La Gran Evasión (1963), la adrenalina recorrió de nuevo sus ajados cuerpos, empapándose otra vez el alma con aquella juventud y arrojo que ejerció de percutor anímico para realizar la mayor fuga masiva de la II Guerra Mundial.
Sus nombres prácticamente son desconocidos para el común de los mortales. Junto a los mencionados supervivientes que ayer fueron a homenajear a sus compañeros, estaban también tipos carismáticos como Brodrick, Buckley, Bull, Kirby-Green, Krol, Bushell o Paul Brickhill, que al igual que Sven Hassell, decidió contar sus experiencias guerreras en exitosos libros como La Gran Evasión, que sería llevado al cine por John Sturges.
La película fue un éxito. Y es que prácticamente era imposible no tenerlo con un cartel en el que figuraban primeros espadas de la talla de Steve McQueen, James Garner, Donald Pleasance, Charles Bronson, Richard Attenborough, James Coburn… Hay acción, humor, suspense, drama. McQueen borda su papel de yanki rebelde y optimista, sobre todo en la escena final de la huida en motocicleta, una TT Triumph 650, y su intento de pasar de un salto la frontera protegida con alambradas. Su personaje, Virgil Hilts, está basado en dos héroes, uno inglés y otro americano. El inglés era Jimmy James, un mito de la RAF con 13 fugas a sus espaldas y otros tantos intentos abortados, un verdadero incordio para los nazis, que apenas le cerraban una puerta y ya estaba el hombre tirando de pala y cubilete de playa que guardaba bajo el catre. El otro héroe respondía al nombre de Davey Jones, único americano por cierto, como el personaje de Hilts, en Stalag Luft III. Participó en el primer bombardeo de Tokio, y al terminar la guerra continuó su carrera militar en la OTAN, participó en el programa espacial de la NASA –misiones Apollo- y colgó sus galones con rango de general.
Hace cuatro años, la editorial barcelonesa Inédita, especializada en temática de historia militar, publicó el libro de Tim Carroll titulado también La Gran Evasión, en el que narra la mítica fuga gracias a los testimonios de los siete últimos supervivientes de los 76 fugados, entre ellos el bueno de Jimmy James, que se las sabía todas.
El libro cuenta como los alemanes destinaban a los oficiales a unos Stammlager der Luftwaffe (campos de prisioneros de las Fuerzas Aéreas), como el Stalag Luft III, situado en el corazón de Silesia. En su extremo septentrional había un bosque donde Goering ordenó que se construyese un campamento modélico para acoger a los aviadores aliados capturados. Se inauguró en 1942 con la idea de ser un lugar del que fuera fácil entrar pero imposible salir. Perímetro rodeado por una doble hilera de alambradas de espino, guardias en las torres de vigilancia alumbrando con reflectores, patrullas constantes de centinelas y perros, etc.
Al principio los prisioneros se tomaron las fugas como un deporte, tipo pellas escolares, improvisando las ideas más peregrinas para intentar poner pies en polvorosa sin que les hincasen el diente los cabezas cuadradas. Sin embargo, como pasa siempre, una vez que las cosas comienzan a salir la gente se lo toma en serio y abandona el toque fresco e inocente de los amateurs por eso que llaman ser un profesional. Se creó entonces la Organización X y un Comité de Fugas que analizaba, daba el visto bueno e igual compulsaba los proyectos que le eran presentados, si estaban dentro de plazo, claro. El encargado de dirigir a toda aquella pandilla de escapistas de libro era el comandante Roger Bushell, surafricano alistado en la RAF que había sido abatido en Francia durante la evacuación de Dunkerke. La estrella de sheriff no se la dieron a dedo, como pasa en otros sitios, sino que aquel tipo de gran envergadura e imponente personalidad se la ganó gracias a su gran determinación que inspiraba el respeto de todos sus compañeros. Incluso antes de la guerra mostraba simpatía por Alemania y le parecían muy salaos sus paisanos, hasta que probó su jarabe, claro, y pensó “mejooor…”
La famosa fuga fue un trabajo de meses en el que la esperanza en aquel fin a largo plazo se mantuvo gracias al espíritu inquieto y sacrificado de aquellos pilotos, acostumbrados a quebrar cualquier barrera que les impidiese volver a volar de nuevo. De vez en cuando el Comité autorizaba absurdos intentos de fuga para que los alemanes se apuntasen algún tanto los pobres y les diesen vidilla. Normalmente eran capturados y llevados a los barracones de aislamiento en celdas individuales que recibían el nombre de Cooler (nevera), donde el rubiales de Steve McQueen echaba el rato lanzando la pelotita de béisbol. Curiosamente en la época de invierno se suspendían las subvenciones para las fugas, ya que fuera hacía más frío que ajú, y los grupos de trabajo se dedicaban a elaborar proyectos para primavera. En sus peculiares despachos los prisioneros trabajaban sin descanso tanto en falsificación (cartillas de identidad, salvoconductos, impresos mecanografiados), cartografía (fábrica de mapas de fuga), artilugios varios (brújulas hechas con cuchillas de afeitar imantadas) y en inteligencia (encargada de la información que facilitara la huída a los compañeros).
Por último estaban los legendarios túneles. Aquellas construcciones que tanto angustiaban a Charles Bronson –igual por eso se metió a justiciero de colmillo retorcido- seguían el modelo de las minas industriales. Cada túnel tenía un pozo de acceso, e iba equipado con bombas de aire, tuberías de ventilación y electricidad, independiente de la red del recinto. Incluso contaban con una línea de vagonetas de madera para transportar a los picaores de un lado a otro. Por cierto que los túneles no eran sólo Tom, Dick y Harry, sino que se hicieron en realidad hasta 100 túneles. Muchos de ellos eran descubiertos por sus guardianes antes de llegar a la alambrada, con el consiguiente mazazo moral de sus constructores.
Algo a tener en cuenta es que dichos guardianes también las pasaban canutas, y se maravillaban de los recursos de los prisioneros que gracias a los paquetes de la Cruz Roja disponían de café, leche, chocolate… Entre ellos se estableció una relación atípica, en algunos casos hasta de amistad. Más de una vez, carceleros confidentes de los aviadores les daban el soplo de un próximo registro, o intentaban hacerse colegas de toda la vida, sobre todo cuando el final de la guerra estaba próximo y se imaginaban un futuro algo jodidete. Los prisioneros se referían a sus guardianes como goons (animales ó idiotas) y hurones al equipo especializado en detectar túneles. Gran parte del material de la organización se obtenía de los alemanes mediante hurto, soborno o chantaje. Hasta Albert Clark dice “teníamos a gente que se convirtieron en auténticos expertos. Muchas veces me he preguntado a qué tipo de trabajo se dedicaron después de la guerra”. Todas estas facilidades y productos de los que gozaban los presos se basaban en la teoría del ejército nazi, quizá como experimento, de que al tener buenas condiciones de vida se les quitarían las ganas de huir.
La pena de todo fue que tras lograr la gran evasión, tan sólo tres llegaron a ser libres completamente, los demás fueron todos capturados. Al conocer la fuga en masa, Hitler montó en cólera y exigió una ejecución sumarial, es lo que se llamó la orden de Sagan. Quiso que “Las muertes debían llevarse a cabo de forma que los prisioneros no supieran lo que les iba a ocurrir: “Tras el interrogatorio, debe dar la impresión de que se lleva a los oficiales de vuelta al campamento pero deben ser ejecutados por el camino. Las ejecuciones se justificarán explicando que se disparó a los oficiales recapturados cuando intentaban escapar, o al ofrecer resistencia, de modo que no se pueda demostrar nada posteriormente”. Todo fue muy parecido en como aparece en la película, bajados de un camión y ametrallados por la espalda.
La matanza tuvo repercusión mundial, pero como sucede siempre, a la hora de buscar culpables, los peces gordos se escaparon y cayeron los de siempre, aquellos desgraciados que apenas tenían responsabilidad y que pagaron con su vida las penas correspondientes a los listos y cobardes de turno. Se acusó a dos nazis destacados como Heimich Müller, jefe de la Gestapo y Artur Nebe, de la policía criminal, Kripo. Müller ordenó al segundo que seleccionara los nombres de los que iba a fusilar. Nebe lo hizo, y además, parece ser que no teniendo muy claro de qué bando estaba, se enroló en el complot de Tom Cruise, digo Stauffenberg para matar a Hitler. Al final, el hombre recibió la misma medicina que la aplicada a cincuenta de los fugados.
Así terminó una legendaria aventura que el cine grabó en nuestra memoria tras visualizarla en casa junto a un buen cuenco de palomitas, sin que jamás lleguemos a comprender lo que de verdad significó aquello, sobre todo para ese puñado de hombres se jugaron la vida tan sólo porque se negaban a estar encerrados dócilmente en un campo de oficiales. A los supervivientes que lo celebran estos días y al resto de sus camaradas, mis más sinceros respetos.