CIRUJANO BARBERO, UN OFICIO ENTRAÑABLE
Desgraciadamente, la profesión de barbero ha sufrido con el paso del tiempo una evolución a la inversa, rasurando año tras año las tareas multidisciplinares que ejercían en otra época, hasta acabar convertidos en simples quitapelos de barrio que sólo afeitan de vez en cuando a algún nostálgico que echa de menos esos viejos y entreñables cortes que a todo profesional poco acostumbrado se le escapan.
En cambio, ya por finales del siglo XIII existía la profesión de cirujano-barbero, que lo mismo valían para un roto que para un descosido. Cortaban el pelo a la moda, supongo que el típico corte de pelo a tazón, afeitaban, blanqueaban los dientes con aguafuerte, sacaban muelas, incluso hacían sangrías que no se las saltaba un galgo.
Como pasa siempre, esta bicéfala profesión surgió de los enfrentamientos entre cirujanos y barberos. Los primeros, eruditos, ratones de biblioteca, con másters y todo eso echaban en cara a los segundos que apenas tenían formación y ni estaban colegiados, ni pagaban cuotas, ni nada. En cambio los barberos eran más populares y más de un noble recurría a ellos pues no se fiaban un pelo de los matasanos titulados de la época. Sin embargo, algunos de los barberos ejercieron inicialmente de becarios de los cirujanos, para aprender un poco la profesión y luego lanzarse al lado oscuro.
El oficio de cirujano-barbero solía heredarse de padres a hijos, enlazando una cadena en la que un alto porcentaje de miembros tenía poca o ninguna idea de medicina y a menudo sus sangrías acababan en escabechinas que me río yo de las del carnicero de Milwaukee. Un clásico suyo era, ante el dolor de cabeza, trepanación que te crió. Nada de la aspirina y el vaso de leche caliente. Que te duele la cabeza, cortamos un trozo para evitar la presión. Que te sigue doliendo. Pues un cachito más. Así, igual el infeliz terminaba el día sin dolor de cabeza pero con el cráneo descapotable y los sesos a la intemperie. Vamos, que pegas un estornudo y los mandas a Cuenca. Miedo me da el pobre que tuviese resaca de vinorro peleón y fuera a uno de estos a ver que había por ahí que le quitase el malestar.
En primavera, en lugar de mar flores como cantaba Cecilia, la peña acudía a estos verdaderos matasanos para hacerse sangrías, que según la creencia de la época eliminando el exceso de sangre se equilibraban los humores del cuerpo y se hacía uno más resistente a las enfermedades. Así que el cirujano-barbero se liaba a repartir sanguijuelas a diestro y siniestro. Aquí póngase usted tres, allá una, en la pierna cuatro, que hay sitio.
Para la gente brava, de pellejo duro, había otra opción más drástica y tan poco recomendable como la anterior. Se les sumergía el brazo en aguita caliente para que las venas resaltasen y se pudieran ver mejor. Acto seguido el paciente se agarraba con fuerza a un poste para que las venas se hinchasen, tipo cuello de la Patiño, y así hacer una incisión en la vena elegida, asociada a un órgano determinado, para que la sangre brotara. Esta caía en un recipiente llamado sangradera que ejercía de medidor para controlar el nivel de desecación del interfecto. Desde luego, si el Conde Drácula pilla a uno de estos desperdiciando tan preciado elixir los corre a hostias.
Cuando un cirujano-barbero tenía cierto prestigio y abandonaba el carromato por el que recorría el país haciendo escabechinas y vendiendo falsos crecepelos, se instalaba en un sitio fijo. Para que los amantes de las sanguijuelas y las desangraciones revitalizadoras supieran que allí estaba su sensei, usaron como símbolo un cartel en el que aparecía una mano levantada chorreando sangre que terminaba. Con el tiempo se dieron cuenta que no causaba muy buena impresión, así que decidieron hacer un icono minimalista, basado en un poste pintado de rojo que era recorrido por vendas blancas. Algo más discreto y de diseño más chulo, donde va a parar.
A final del siglo XIX, el gremio de los cirujanos presionaba más que el cuñado de Rocky, consiguiendo por fin la escisión del oficio de cirujano-barbero y dejarlo sólo en barbero. Sin embargo, se les dejó conservar su ya famoso poste que aún hoy en día se puede ver algunas barberías a modo de recuerdo vintage de un tiempo pasado, que para ellos sin duda fue mucho mejor.
Para terminar tan sólo me gustaría imaginar que los peluqueros de hoy en día, barberos apenas quedan, sufrieran un ataque de nostalgia y al llegar la madre con su chulesco mocito de catorce añitos y solicitar un corte de pelo a lo Cristiano Ronalndo, para estar a la moda, el quitapelos le dijese: Sí, sí, pase usted señora, que el niño saldrá con la estética de narcotraficante que busca, pero también con el cráneo trepanado, dos muelas fuera y un litro de sangre menos con la que pienso hacerme unas morcillas que no le digo ná.