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Altivo, seguro de sí mismo, insolente de juventud y maduro ya para una muerte legendaria. Así posaba en 1789 el mítico Billy El Niño, famoso alias que barnizaba de gloria los nombres de su vida mortal como el verdadero, Henry McCarty, Henry Antrim o el más conocido, William H. Bonney. La foto, vendida en una subasta de Denver (Colorado) por 2,3 millones de dólares, fue realizada delante de un salón, en Fort Sumner (Nuevo México), mediante la contraprestación de veinticinco centavos de dólar, desconocemos si como recomendable oferta especial para gunman (pistoleros), o bien como tarifa estándar de la época.

El nuevo propietario del ferrotipo, llamado así por la técnica usada para plasmar la imagen en placa de metal, es William Koch, un empresario de Florida enamorado del Far West, poseedor de amplias extensiones de tierras por el centro de Colorado, lugar donde el joven Billy elaboró su completo currículum, haciendo fuerza quizá en sus entrevistas en el apartado de movilidad geográfica. Koch posee además, entre otros objetos de aquella época, un rifle que perteneció al general Custer, sobrevalorado oficial del cinematográfico Séptimo de Caballería que pasó a la historia americana por dirigir hacia la muerte a 611 desgraciados que pagaron con sangre la inscripción en el registro de los héroes de su ególatra jefe.

No nos interesa aquí la conocida historia de Billy, sus iniciales escarceos por el lado oscuro, las primeras becerradas cuando era un inocente vaquero, su debut con picadores en Silver City de la mano de Sobrero Jack, la toma de la alternativa al formar el grupo vengativo de Los Reguladores, su posterior confirmación dando matarile al sheriff Brady o el calor que le dio el cansino Pat Garrett hasta que por fin consiguió detenerlo tras unas efectivas dosis de jarabe de plomo. Tampoco las muescas de su revólver, donde la doctrina discute, según unos siete muertes en defensa propia, según otros 20 asesinatos, y según una frase atribuida como verdadera a nuestro protagonista “Me llevé por delante 21 hombres, sin contar mexicanos”. Hecho que hoy en día sería más criticado por racista que por la interrupción intencionada de la actividad natural de aquellos infelices.

Lo que llama la atención es la aurelola de grandeza y romanticismo que genera la imagen de un afamado delincuente al ser bruñida con el paño del tiempo. Al gran público le resulta indiferente las vidas que sesgó o las personas desvalijadas en su correrías, tan sólo se queda con el mito, con el supuesto icono de la rebeldía e hijo de las circunstancias, que también, pero delincuente al fin y al cabo. El boca a boca primero, las novelitas del oeste que leían nuestros abuelos después, y el cine como fin de fiesta, elaboraron un extenso y aguerrido álbum de supuestos héroes donde la posterior posesión de alguno de sus bienes genera un estúpido e inexplicable orgullo a los aventureros de salón y pantuflas.

La misma admiración se da en suelo patrio con los bandoleros, aquella racial estirpe de gallardos y desarrapados hombres de patilla de hacha, fornido pecho con más pelo que la oreja de un burro y navaja al cinto, capaces de tirar de modales o de trabuco según la prestancia de la víctima. Diego Corrientes, José María El Tempranillo, Tragabuches, Luis Candelas, Juan Caballero, Los Siete Niños de Écija… Nombres grabados en el inconsciente colectivo con la tinta de la historia retocada, aquella que al secarse se convierte en mito.

En cualquier caso, tanto Billy El Niño, El Tempranillo o la franquicia de Los Siete Niños de Écija, gozan de la admiración por la lejanía de sus hechos. Habría que ver si estos que ahora compran sus pertenencias como objetos de culto defenderían igual a sus mitos si hubiesen nacido en aquella época y fueran víctimas de alguna de sus distracciones pecuniarias o tuviesen el placer de ser obsequiados con una bala en el pecho en la típica mala tarde del oeste.

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