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Siempre se ha dicho que en innumerables ocasiones la realidad supera a la ficción. Clásico dicho que en este caso es totalmente cierto. Sobre todo en nuestra piel de toro, donde semejante aventura es absolutamente incompatible con el caracter del sufrido trabajador ibérico puro
de oliva. Pongámonos en situación. Irán. Finales de 1978. El Sha Reza Pahlevi, aliado de los EE.UU quienes armaron su ejército y continuador de la reciente monarquía creada por su padre, el típico militar que da un golpe de estado y se autoproclama rey por la patilla, está a puntito de ser enviado al viejo lugar donde picó el pollo. Y es que por aquellos lares suenan tambores de guerra, de revolución islámica y barbas a lo alcalde de Marinaleda. El ayatolá Jomeini, futuro destinatario de una entrañable canción de Siniestro Total, sale de Francia y regresa a la antigua Persia, a echar la persiana, valga la redundancia, a un régimen autoritario para crear otro pero de corte islamista. Y es durante los albores de esta revolución cuando se produce nuestra historia. El secuestro en Teherán de Bill Gaylord y Paul Chiapparone, ejecutivos de la EDS (Electronic Data System),empresa yanki fundada en tierra de JR, oséase Dallas, por el pastoso tejano Ross Perot.

El self made man por antonomasia. Impulsivo, constante, inteligente, líder nato. Como buen americano, con pasado de combatiente y patriota,llegando a presentarse como candidato a la presidencia en 1992 y 1996 por el Partido de la Reforma de los Estados Unidos logrando un 19%
de votos con su ultraconservador programa, aunque obviamente sin posibilidades en un supuesto mundo democrático que sólo acepta el bipartidismo de toda la vida. Trabajó en la IBM, hasta que años más tarde crea su propia empresa de soportes electrónicos, la EDS. Siempre abriendo
mercados, consiguió el contrato para informatizar el sistema de la seguridad social iraní en 1976.

Entonces se produce el entuerto. Gaylord y Chiapparone son acusados de haber obtenido el contrato por soborno y son arrestados. Los intereses americanos son un blanco deseado por los futuros señores del país, que saben que la empresa no abandorá Irán sin sus hombres. La EDS intenta
acreditar por activa y por pasiva que sus hombres son inocentes y una gestión trasnparente como el caldo de un asilo. Ni puto caso. Los iraníes los llevan a la trena y les dan una taza de Mickey Mouse y un tenedor para que marquen palotes en las paredes de la celda. El ejército americano se lava las manos para no complicarse de momento con otro puñtero país que les ha salido rana.

Pero Perot no se queda esperando a que escampe durante el diluvio, sino que es de los que agarran la llave inglesa y se la juega para cerrar el grifo. Ahí es cuando surge el líder que lleva dentro. A grandes males, grandes remedios. Si su país no le ayuda a rescatar a sus hombres lo hará él con los suyos. En apenas unos días piticlinea al resto de ejecutivos residentes
en Irán y otros que están en Estados Unidos y les dice lo que hay. Les ofrece un arriesgado proyecto para rescatar a sus compañeros cuyo único incentivo es llevarlos a su casa sanos y salvos, advirtiéndoles eso sí que perder el pellejo es uno de los puntos a tener en cuenta en la atípica misión. Lo grande es que cuando dijo la típica frase, «Es voluntario, el que
quiera salir del despacho porque no quiere participar, puede hacerlo, lo entenderé perfectamente», nadie movió un pinrel. Ahí está su grandeza. Perot daba mucho a sus hombres, estaba pendiente siempre de ellos, pero a cambio les exigía mucho. Disponibles en cualquier momento, trabajo
constante, pero también ponía un avión de su bolsillo si la mujer de alguno estaba enferma y tenía que ser ingresada en otro estado en la clínica más importante de allí. Y ellos lo sabían.

Otro dato a tener en cuenta es que seleccionaba siempre a sus altos ejecutivos entre formados candidatos que hubiesen estado también en el ejército, consciente de que tipos que ha soportado el estrés de la guerra y estar continuamente ante situaciones límite saben perfectamente cómo
actuar y mantener la cabeza en su sitio en el ejercicio de puestos directivos. Allí gritaron fidelidad al jefe y sus compañeros un grupo formado por Jay Coburn, Ron Davis, Ralph Boulware, Joé Poché, Glen Jackson, Pat Sculley y Jim Schwebach, casi todos veteranos de Vietnam. Tal situación extraordinaria, en la que ejecutivos de poderosas nóminas estén dispuestos a jugarse el tipo por rescatar a sus compañeros, y siendo el primero su propio jefe, que voló con ellos, es algo que se aún se explica en los cursos de liderazgo de directivos de medio mundo.

Pero para llevar a cabo la misión necesitaban a un profesional que los dirigiese. Y éste no fue otro que el viejo coronel Bull Simons, veterano de la Segunda Guerra Mundial y de Vietnam, con aureola de legendario soldado, de esos que uno agradece tener cerca cuando la muerte nos mira de frente y él sabe siempre cómo ponerte de lado. La misión le llegó en el mejor momento, pues hasta esa fecha mataba la vida entre la añoranza por su mujer fallecida poco tiempo antes y el cuidado de su granja de cerdos. Así que de perdidos al river, pero con la satisfacción de volver de nuevo a la acción con una misión de las que bien valen un epitafio agradecido.

El entrenamiento de los mozos se lo pueden imaginar, así que no me detengo. Muchas carreras, tiro al blanco, ensayos de asaltos. Ördenes, tensión y también mucho «Cuando yo diga saltar, vosotros diréis hasta donde», «Cuando yo diga correr, vosotros diréis hasta que estado» y
«Cuando yo diga las cinco…»,bueno, hasta aquí puedo leer… El caso es que tras un duro entremaniento y un plan de rescate ensayando mil veces al final no tuvieron ni que usarlo.

La propia revolución facilitó sin saberlo su salida. La cárcel en la que estaban fue asaltada por los revolucionarios y entre el cachondeo que se lió Paul y Bill cogieron las de Villadiego con ayuada eso sí de Rashid, un joven iraní que se las sabía todas y con ganas de ganarse la vida en el país del tío Sam, sin duda montando un Kebab. Entonces fueron recogidos por el coronel Simons y el resto de la pandi y tirando de furgoneta, todoterreno y autobús hasta conseguir atravesar la frontera del país. Toda esta historia está perfectamente detallada en el magnífico libro de Ken Follet, Las Alas del Águila, unos años antes de que empezase a elucubrar el armazón de Los Pilares de la tierra.

La aventura fue un éxito. Digno de una peli de Hollywood con final feliz. Ahora, por un momento, piensen una situación parecida en España. Dos altos ejecutivos de una empresa patria retenidos en Marruecos o Argelia por los integrantes de la revolución que se producido en el país. Se
trata de Pepe Fuentecilla, director de Recursos Humanos y del Bisoñé, director comercial en la zona de España, Marruecos y Argelia de la empresa, el cual oculta su alopecia, que no su mala leche, con un casposo peluquín adherido al cráneo. Llega entonces el director general
de la compañía y convoca una junta extraordinaria entre ejecutivos de diferentes rangos y se encuentra con lo siguiente.

Tras soltar la perorata a lo Braveheart e incitar a que den un paso adelante los que estén dispuestos a jugársela por sus compañeros, se empieza escuchar un ligero murmullo que poco a poco va conviertiéndose en una sonrisa hasta terminar en una sonora carcajada, de esas en las que uno no puede parar. El director mira a Gálvez, uno de los ejecutivos que se parte el ojete dando golpes en la mesa sin poder parar de reír, a su lado, Medina, la secretaria del Bisoñé, descojonada como si estuviese de público en No te rías que es peor, hace cortes de mangas y grita: Que no vuelva, que no vuelva ese hioputa.

En otra silla, Gutiérrez y Landelino, sufridos comerciales por obligación no por devoción, se suben a la mesa y zapatean contentos y llorando de risa aún más cuando los mira con mala leche el gran jefe, mientras gritan desgarrándose la voz: ¿Puedo ir yo? ¿Puedo ir yo? Al final hasta el propio gran jefe se descojona al mirar el dossier donde aparecen las fotos de los
dos ejecutivos y dice en voz baja: Pues nada señores, a pelarla.

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