Ganador del XV Concurso de Relato Breve de Arnedo (La Rioja)
En noviembre de 2009 gané el concurso de relatos breves de Arnedo.
Artículo de larioja.com donde hablan sobre mi relato y premio conseguido.
El cordobés Julio Montesinos gana el XV Concurso de Relato Breve de Arnedo
Los minutos de la basura
Dicen que los triunfadores van siempre tan hinchados porque insuflan sus pulmones con ese aire virgen y denso de ilusiones que le roban a los fracasados apenas exhalan su primera bocanada de sueños. Breve espasmo onírico al que se aferran éstos como único y patético aliento de esperanza para tirar hacia adelante, intentando inútilmente arrancarle a la vida retazos de felicidad. Yo soy uno de ellos, confeso y practicante. Mi voto a la causa es fruto de una férrea comunión entre destino y falta de confianza en mí mismo, que me convierten en uno más de los soldados de este numeroso ejército formado por comisionistas de pocas ventas, angustiadas solteronas, eternos opositores, grises oficinistas y donjuanes de puticlub, entre otros. Si en algo me diferencio de ellos es quizá porque, de vez en cuando, por circunstancias que ahora les expondré, he llegado a empaparme de felicidad, apenas unos instantes, eso sí, pero los suficientes para sanear por un breve lapso de tiempo mi autoestima y dejarla preparada para aguantar un nuevo periodo de reveses venideros.
Durante años mi espíritu sufrió los azotes de miserables sin escrúpulos que hacían jirones el pellejo de mi alma con el látigo de sus ambiciones. Intenté sobrevivir en el agresivo mundo de los triunfadores, donde tanto vendes tanto vales, sin dejar un mínimo hueco a los sentimientos, ese incómodo lastre que ralentiza el éxito. Dicha supervivencia llegó a convertirme en esclavo de un sistema que cercenaba mis sueños hasta transformarme en un ser alienado, vacío, que aspiraba alegría ilusamente por la mañana para terminar la jornada escupiendo gargajos de amargura. Quizá mi falta de carácter potenció una fácil y rápida doma que derivó al poco tiempo en servicial mansedumbre. La apatía y carencia de ilusión por el mundo que me rodeaba ayudó también a favorecer que me transformase en un mero pelele bajo las órdenes de aquellos tiranos. Un sonámbulo que se arrastraba por la vida ajeno al impulso de sus propios sueños. Intentaron anularme, igual que a otros de los compañeros con los que coincidí por aquella época. Hacer de mí un mero zombi que siguiera ciegamente los dictámenes de los jefes, esos odiosos y despóticos seres que bruñían sus galones con el paño de nuestro esfuerzo. Tan sólo un par de ellos cayeron dignamente, sin pedir jamás cuartel. Del resto nunca olvidaré la absurda mueca de sus rostros al escuchar los casi inalcanzables objetivos que les eran encomendados para futuras misiones, sin importarles un ápice que acabasen de regresar de una pírrica victoria en la que casi habían empeñado la vida, para recibir tan sólo una leve y traicionera palmada en la espalda, que más que felicitar impulsaba de nuevo al infravalorado soldado a una guerra que desde hacía tiempo ya tenía perdida.
Y así pasó una década. Diez años tirados a la basura que tan sólo sirvieron para inscribir mi nombre en el atestado registro de los perdedores, donde cada asiento se escribe con la sangre de aquellos a los que la moneda que lanzaron a la vida cayó por el lado de la cruz. Un largo periodo que a mí se me antojó efímero, menos mal, desconociendo ingenuamente el tiempo perdido, como si el viejo Saturno hubiese devorado bulímicamente a sus hijos, con ansia de dios famélico, sin deleitarse en su deglución como en otras épocas, cuando presa de una soporífera digestión eterniza guerras y hambrunas hasta exterminar la esperanza en la condición humana, como la he perdido yo. Tan sólo una noche, gracias a un extraordinario suceso, volví de nuevo a ilusionarme con algo.
Me encontraba tumbado sobre la cama, aspirando la melancolía que emanaba de los mil y un recuerdos que tapizan las paredes de mi escueto habitáculo, sanctasanctórum en el que mi osamenta engrasa sus articulaciones con el aceite de la añoranza, único bálsamo que aún ejerce de lubricante para tirar cada día de estos desangelados huesos. Posters, libros, videos, cintas de música y un sin fin más de parafernalia nostálgica que encierran en el infame cubículo que el sueldo me permite, el limbo de mi niñez y adolescencia. Entre viejas canciones de Radio Futura y Gabinete Caligari cuyos acordes despiertan el fantasma de épocas que la distancia convierte en míticas, y libros de Stephen King y Sven Hassel con los cantos amarillentos y las pastas ajadas por la continua relectura, mi espíritu encuentra aquí un breve remanso de paz tras la dura batalla diaria. Sin embargo, aquella noche la tranquilidad duraría poco.
De pronto, un desagradable silbido quebró en dos la estrofa en la que el protagonista de ¿Cómo perdimos Berlín? agota la morfina de su botiquín, haciéndole temblar la voz con el susto hasta al mismísimo Jaime Urrutia. Me erguí instintivamente sobre mis propios miedos, tensando mi espalda con la firmeza muscular que a veces da el pánico. El silbido se repitió otra vez. Aturdido, mandé callar violentamente a los Gabinete, apagando el equipo de música de un manotazo. Tras recorrer el zulo de un vistazo, sin encontrar nada más que el mismo desorden anárquicamente organizado de siempre, mis ojos se detuvieron absortos sobre el póster que se encontraba frente a mí. Allí, atrapado desde hacía dos décadas en aquella añeja lámina publicitaria de Schweppes con la leyenda “Aprende a amar la Tónica”, Bernad Le Coq, conocido popularmente como el tío de la tónica, me guiñaba pícaramente un ojo mientras introducía el índice y el dedo corazón en su boca, colocados en forma de uve, y silbaba con la potencia de un paisano de la Gomera. Quedé transpuesto. Aquello no podía estar pasando. Cierto es que el uso continuado de la absenta cuentan los galenos que produce esquizofrenia en los consumidores, y yo, fiel seguidor del romanticismo del siglo XIX, propenso a desamores curados a base de pócimas prohibidas, dejo correr por mi garganta aquel verdoso bebedizo que adormece mis males hasta lograr diluirlos en la profundidad de la noche. Barata y potente, como una bala de sensaciones alucinógenas que se incrusta directamente en el cerebro sin astillar el cráneo. Con el tiempo, no sólo he utilizado la absenta para el mal de amores, sino también para buscar estados alterados de conciencia y anestesiar de paso ese cruel día a día manejado por aquellos perros que me han robado la voluntad. Es posible que su abuso sea uno de los causantes de mi posterior comportamiento, pero antes de aquella noche, creo recordar que todavía no me había convertido en un adicto al Hada Verde, que es como se la llamaba en París en el siglo XIX, tan sólo era hasta ese momento un consumidor de los llamados de fin de semana. Bueno, alguna copita caía también los miércoles, pero apenas un par de chupitos.
Una vez que Le Coq comprobó que había captado mi atención, detuvo sus silbidos y, abandonando su vaso de tónica en la extraña gravedad que reinaba en aquella especie de naturaleza muerta congelada eternamente en el póster, salió del mismo y se sentó en la cama a mi vera, a la verita mía. Ya fuera fruto de los males del ajenjo o a causa de un inexplicable revés absurdo de la realidad en la que vivimos, el caso es que el tío de la tónica estaba allí, contemplándome burlón con sus pequeños ojos parapetados tras los grandes cristales de sus gafas de pasta, que le daban un aspecto de Harold Lloyd ochentero que daba hasta risa. Sin embargo, cuando empezó a hablar, mi inicial estado de sorprendido espectador propenso a la mofa tornó en el de atento discípulo que grababa a fuego las enseñanzas del maestro para aplicarlas en un futuro no muy lejano. En apenas diez minutos, que es lo que estimo que duraría aquella hipotética charla, sus labios vomitaron una cascada de improperios que parecía no tener fin contra todos aquellos que lo habían maltratado durante su vida laboral, logrando rápidamente empatizar conmigo apenas soltados los dos primeros insultos.
Narró interminables jornadas laborales anudadas con firmeza a su cuello por eternos contratos leoninos, escupió a las frías paredes de la cueva en la que se me aparecía su aversión a la bebida que durante tantos años tuvo que ingerir en cantidades industriales, y hasta lloró al llegar a los estertores de su relato. Espesas lágrimas de rabia contenida resbalando por el rostro de la sumisión, del no hay problema, y de cientos de atronadores Sí señor y Haré lo que ustedes pidan… Cuando parecía que se iba a derrumbar y quedarme yo consolando a un tipo que acababa de saltar de un póster, Le Coq se vino arriba cual ave fénix, renaciendo de sus propios llantos hasta colocarse totalmente de pie y, aferrándose fuertemente a mis hombros, gritó:
-¡Quiero que vayas a por ellos! ¡Que no quede ni uno!
Apenas salía de mi asombro. Su expresión se había vuelto malvada, de puro odio, como si de pronto todos aquellos sufrimientos que habían lastrado su vida aflorasen a la superficie hasta transmutarse en el rostro de un ángel exterminador. De un ángel exterminador que necesitaba de un escudero para realizar el trabajo que él no fue capaz de llevar a cabo en su momento, claro.
-Tienes que vengar años de afrentas y humillaciones, de sueños rotos e ilusiones perdidas. Ellos te robaron la vida y su sangre debe ser el combustible que alimente tu alma hasta que ajustes cuentas. Ha llegado el momento de la revancha.
Coño con el tío de la tónica, pensé. Con lo salao que parecía y su perenne gesto de felicidad que me había acompañado durante tantos años no era más que una elaborada fachada que ocultaba a otro fracasado. Uno más que añadir a la lista. Sin embargo, la seguridad y énfasis con que decía aquellas afirmaciones consiguió que por primera vez en mucho tiempo sintiera una especie de hormigueo en el estómago que generó una erupción de sensaciones y energía positiva en rápido ascenso por mi cuerpo hasta morir en las pupilas, dilatadas y brillantes desde entonces por el fuego de la venganza. Porque ese era su legado. Inocular en mi alma tan ancestral veneno, despertando así oscuros sentimientos, quizá en estado latente, que jamás hubiera pensado yo que llegase a desarrollar algún día. Crueles instintos primarios escondidos en un perdido rincón de mi ser que de pronto saltaban a la palestra con la naturalidad de unos viejos conocidos. La potente energía que emanaba de la rabia de Le Coq me atravesó como un rayo, ejerciendo de percutor anímico que activó mis sentidos hasta dejarlos en condiciones óptimas para la misión asignada. Un curioso proyecto en el que asumiría una doble responsabilidad, la de satisfacer los anhelos de ajustar cuentas del tío de la tónica y de paso, los míos propios, que tampoco eran mancos.
-Eso es así.-sentenció Bernad Le Coq mientras asentía mirándome fijamente a los ojos, como si aquel gesto y aquella frase rubricasen inexorablemente la tarea que me acababa de endosar el hijoputa.
Y ni corto ni perezoso, abandonó aquel extraño mundo al que había descendido durante unos breves minutos para volver de nuevo a su microcosmos particular, un lugar donde sonreír melancólicamente hasta que los materiales de su cárcel de papel comenzasen a cuartearse por el paso del tiempo, o lo que es mejor, hasta que yo me hartase de su presencia por interrogarme constantemente con su mirada para ver cómo llevaba los objetivos, y finiquitase su patética existencia en un peculiar entierro vikingo en el que ardería flotando sobre el agua de la bañera.
Huérfano otra vez en el universo de remembranzas y postales del pasado, comencé a digerir mi futura empresa mientras contemplaba de soslayo de vez en cuando al particular visitante. Esa especie de apocalíptico emisario que adaptaba el aterrador cuervo de Poe y su famoso nunca más a la peculiar cosmogonía de un cuarto donde el reloj se había detenido en la década de los ochenta.
La aventura en la que iba a embarcarme requería de buenas dosis de rencor, osadía y algo de buena suerte, si es que aspiraba a escapar de rositas, claro. Instintivamente comencé a elaborar en mi mente una lista de jefes infames que me habían arruinado la vida hasta ese momento. Al final, curiosamente, no eran tantos como pensaba. Bueno, la verdad es que no había trabajado en tantos sitios como para generar un extenso listín vengativo. Tan sólo se dibujaron en mi mente cinco nombres. Quizá no estaban todos los que eran pero indudablemente sí eran todos los que estaban. Cuatro tipos que me habían maltratado en el pasado y otro, mi pesadilla en esos momentos, que lo hacía a diario en el presente. Tenían sus días contados. Aquel pobre chico que ellos conocieron no tenía nada que ver con el peligroso vengador que pensaba conducirlos personalmente hasta el infierno sin mostrar jamás el más mínimo rastro de compasión.
Lamentablemente, aquella atípica inyección anímica duró apenas media hora. Quizá lo que tardó mi cuerpo en consumir la energía que el bueno de Le Coq me había irradiado. Una vez sudado el odio, el espíritu retornó a su estado normal, cubriéndome de nuevo con el manto de la melancolía, etérea seda donde aparecen claramente marcadas las cicatrices del fracaso, esas que duelen tanto en noches de recuerdos. Fui poseído por la apatía, virus crónico que cada cierto tiempo vuelve a anidar en su inquilino preferido una vez que éste desecha los sueños que jamás intenta cumplir. Me derrumbé de nuevo en la cama y expiré a la nada aquellos restos de efímera rebeldía que aún tenía pegados en el alma. No sería la última vez. Desde aquella noche las apariciones se han repetido con cierta periodicidad, salvo que en lugar de tener la exclusividad con el tío de la tónica, también aparecen de vez en cuando en escena Los Barón Rojo, abriéndose paso entre múltiples cintas de cassettes; Naranjito, incrementando endiabladamente su tamaño de llavero del mundial ochenta y dos hasta llegar casi al metro de diámetro, como si de una naranja washingtona mutante y parlanchina se tratase; incluso el terrorífico payaso Penywisse, prácticamente regurgitado de las entrañas de uno de mis libros de cabecera, me soltó también la clásica retahíla de abusos, maquillajes corrosivos y miles de horas extras sin remunerar al que el diabólico Stephen King le tenía sometido en su archifamoso It.
En esto se ha convertido mi vida. Una especie de montaña rusa emocional en la que tras breves minutos de ilusión desmedida provocada por las absurdas visitas de los habitantes de mi pequeño museo, viene una fuerte depresión motivada por el odioso día a día en manos de un jefe que alimenta su despotismo con los nutrientes de mi fracaso. No sé si la absenta actúa como enemiga o aliada. Si es culpable de la falta de energía para enfrentarme a mis miedos, o bien es la chispa mágica que genera tan extrañas visiones para dejarme luego abandonado a mi suerte. Quizá me haya vuelto loco, es posible, pero mientras lo averiguo, seguiré gozando de estos breves momentos de gloria en los que, gracias a las arengas de mis sufridos sparrings ochenteros, consigo sentirme como un tío de verdad, aunque sólo sea durante esos minutos de la basura a los que todo perdedor tiene derecho.