Julio Montesinos

Mi relato «Super 8» se ha hecho con el 2º Premio en la II Edición del Certamen Internacional de Relatos Breves impulsado por la Asociación Cultural Art de Troya de Aranda de Duero (Burgos). La Asociación, creadora de Sonorama Ribera, destaca la calidad del más de medio millar de trabajos presentados, los cuales han llegado de numerosos países de todo el mundo.

Un relato que habla de sentimientos, de complicidad, de confianza, de seguridad, de la gran mujer que hay detrás de un gran hombre… Y todo ello a través de una viejas cintas familiares de Super 8 que el nieto le pone a su abuela. Porque recordar es volver a vivir.

Aquí tenéis el enlace de la noticia y el relato «Super 8».

Super 8

   Truena la calma que precede a la tempestad. El parte emocional prevé ojos húmedos alternándose con periodos secos. Resulta más que probable la aparición de llantos abundantes, los cuales podrán ir acompañados de carcajadas leves, llegando incluso a ser localmente fuertes en algunos momentos de la proyección. Sin duda todo un mundo de posibilidades anímicas ante la contemplación de ayeres que nunca parecen tan lejanos. Abuela y nieto unidos por un mismo fin: revivir el pasado. Dos generaciones, si no antagónicas, desde luego muy próximas a serlo. Como siempre ha sido. Como siempre será.

   —¡Clack!

   El encendido del interruptor propicia un rayo intermitente de luz que irrumpe victorioso entre la penumbra del salón. Forma un gran cuadrado blanco frente a la pared desnuda. El chisporroteo monocorde que generan motor, obturador, ventilador y bobinas confirma el aceptable despertar de un proyector con varias décadas hibernando en el olvido. Las viejas cintas de Super 8 recuperan su esencia.

   —Muy bien, Carlos, eres un manitas —asiente ilusionada Rosario—. No sabes cuánto llevaba esperando este momento. 

   En la improvisada pantalla de bordes borrosos surgen retazos de vidas atrapadas en un estrecho limbo de ocho milímetros de ancho y quince metros de largo. Tres minutos de imágenes granuladas y a menudo desenfocadas, llenas de contraluces, bruscos movimientos de cámara y drásticos cortes que conducen anárquicamente de un evento familiar a otro. Imágenes en color que preservan intactos parte de los recuerdos que la memoria no logra retener en su totalidad.

   Carlos quita y pone rollos en los que aparecen bautizos, cumpleaños, comidas familiares, despegue de aviones, temblorosas vistas aéreas de diversas ciudades, veranos de playa y chiringuito, retoños tratando de caminar erguidos, estrenos de utilitarios o guateques donde los participantes lucen horribles atuendos que suscitan la sonrisa nostálgica de Rosario y las carcajadas de Carlos.   

   —Abuela, vaya pintas. Y qué joven estás aquí. Y qué tipín… Me da a mí que debías de tener tu público, ¿eh…?

   —El único público que me importaba era tu abuelo —sentencia Rosario, henchida de dignidad, aunque complacida con la adulación—. Pero sí, yo también he sido joven. Las arrugas vienen conforme el tiempo se va.

   —Anda, no te quejes. La vida es muy larga y la estás aprovechando bien —sonríe Carlos mientras le da un ligero codazo—. A tus noventa y dos años puedes dar buena fe de ello.

   —¿Larga? Un suspiro. Tempus fugit. Ya te darás cuenta. Es como una de estas películas que estamos viendo. Hay momentos divertidos, otros aburridos o tristes que se hacen eternos, y mientras te acomodas confiada en que aún queda mucho por ver, se termina el rollo.

   Carlos la observa escéptico. Cosas de viejos, piensa amparado tras el efímero vigor de la veintena. Le quedan muchas décadas para generar contenido a su biografía. Faltan siglos para deambular arqueando la espalda. Es rico en tiempo, sí, aunque su valor actual de mercado es realmente escaso. Lejos aún sin duda de esa postrera revalorización desesperada de la que continuamente hablan sus mayores.  

   La contemplación de las filmaciones empaña de nostalgia los celestes ojos de Rosario. Densas lágrimas se descuelgan por sus mejillas, formando melancólicos y fugaces regatos que se evaporan entre los pliegues del rostro. Frente a ella no paran de saltar flashes de existencias colmadas de atrevimiento e ilusiones. El final de la década de los sesenta está a la vuelta de la esquina, y pese a ser madre de las tres criaturas que serpentean sin rumbo entre muchos de los planos, sus curvas aún no tienden a rectas. Con casi cuarenta primaveras, cuerpo y espíritu rebosan vida. Al igual que el del resto de protagonistas, secundarios y cameos que aparecen en cualquiera de estos breves fragmentos de vitalidad envasada. Personajes que, aunque a muchos el paso del tiempo les impidió renovar temporadas, gozan de una eterna juventud en el oscuro soporte de triacetato que les da cobijo.

   —Sólo existes mientras te recuerdan —escupe Rosario a la penumbra—. Todos los de mi época que vemos ahora están otra vez vivos, pletóricos. Las películas los regurgitan.

   —Tú estás viva en ambos lados, abuela.

   —Ahí únicamente—replica Rosario señalando la pantalla con el índice—. Aquí soy una mera brasa que se consume sola. Ellos son fuego y seguirán siéndolo mientras resistan las películas y alguien las vea. Están en su mejor momento, que también fue el mío. Daría cualquier cosa por estar ahí con ellos.

   Carlos suspira contrariado mientras se encoge de hombros y coloca un nuevo rollo en el proyector. La película plasma divertidos e insensatos lances en una lejana capea. En esta ocasión, quebrando la tradición de anteriores rollos, el cámara habitual abandona sus funciones para ponerse delante de la vaquilla. La inesperada irrupción deja boquiabierta a Rosario. Es Gabriel, el abuelo que Carlos no llegó a conocer.

   El mítico piloto de aviación. Aquel condecorado militar que en los años sesenta cambió el ámbito castrense por el civil. Sus cuatro galones gobernaron las cabinas de vuelo de espectaculares jets, como los cuatrimotores Douglas DC-8, rumbo a lejanas conexiones como Nueva York, Caracas o Buenos Aires. En los setenta fue el turno de los Jumbos, gigantescas aeronaves de fuselaje ancho, en los que pudo disfrutar como nadie a los mandos de los Boeing B-747. Hasta que el paso del tiempo y una galopante pérdida de visión hicieron de las suyas, presentándose de improviso en un ingrato trance que estaba más que previsto. El retiro anticipado derritió la cera de sus alas y, cual Ícaro crepuscular, entró en barrena hasta estrellarse con una tierra que reclamaba su cuerpo con excesiva antelación.

   En la vieja película, al cuarentón alto y bien plantado que camina con seguridad hacia el centro de la placita le esperan su atractiva esposa, familiares y amigos. Se protege del sol con un elegante sombrero Stetson de color verde y lleva anudado a la cintura un jersey burdeos. Su estampa irradia el carisma y determinación inherente al respetado capitán que es. El faro de referencia que alumbra a la estirpe. Un tipo honesto que no solo traslada sueños y expectativas a los más diversos destinos, también fija los propios y los familiares en los breves rollos extraíbles con los que carga su inseparable tomavistas. La indestructible máquina Kodak Super 8 milímetros comprada en 1966 en Nueva York durante de uno de sus vuelos transoceánicos y que aún luce orgullosa en una vitrina del salón.

   Gabriel llega hasta la pequeña cuadrilla que lo recibe alborozada y pródiga en aspavientos. Apenas están terminando los saludos de rigor cuando todos miran hacia un lado. La cámara realiza un tosco desplazamiento a la izquierda y se detiene en una vaquilla de considerables cuernos que enfila su carga hacia el grupo. Los acontecimientos se precipitan. Drásticos giros de cámara muestran la fugaz disolución del corro conforme avanza la vaquilla. Gabriel no se mueve. Tan sólo vuelve un instante su cabeza hacia la derecha. Allí está ella. Rosario. Acreditada la sospecha, desanuda el jersey burdeos de su cintura y lo usa como improvisada muleta que les permite salir airosos del brete.

   El cruce de miradas resulta difícil de apreciar debido a la oscilación del tomavistas. Sin embargo, abuela y nieto captan a la primera el alma de aquella confluencia. Rosario lo hace con el corazón. Feliz, colmada de esa lucidez terminal que clausura periplos vitales. Carlos, pese a su ingenua lozanía, intuye el secreto de sus abuelos gracias al giro escrutador de Gabriel.

   Porque no es un simple giro. Bajo la apariencia inocua de un acto reflejo subyace toda una verdadera declaración de intenciones. El abuelo de Carlos sabe lo que va a encontrar al voltear la cabeza. La esbelta e inmóvil figura de Rosario. Una estilizada cariátide sin cuyo apoyo se desmorona su éxito. La única persona que permanece al lado cuando las cosas se complican, como un sólido arnés que evita el despeño por la vida. Siempre ahí, en retaguardia, presta a sujetarle si cae o empujarle si se detiene. El reverso de su aplomo. La gran mujer detrás del idolatrado jefe del clan.

   Aquella que no se despegó del sistema de comunicaciones en el fanal de la torre de control la noche que Gabriel tuvo que realizar un aterrizaje de emergencia. Llamada intempestiva, de esas que rasgan el velo de la madrugada con su tono estridente y agorero. Sobresalto. Prisas. Vecinos echando un cable con los niños. Taxis que se demoran. Aeropuerto de Barajas. Avión con tren de aterrizaje estropeado, problemas con el motor derecho y sin apenas combustible. El capitán gestionando la situación concentrado y con el temple necesario. Y entre todo el desconcierto, los nervios del copiloto y las comunicaciones de Gabriel con la torre de control, una confesión en voz alta con el micrófono abierto.

   —Ahora mismo, lo que más me reconfortaría sería tener cerca a Rosario.   

   —Aquí estoy, Gabriel. Desde hace un buen rato. Así que olvídate de mí y ocúpate de salvar a tus pasajeros y a tu tripulación.

   Una sorpresa que a fin de cuentas no fue sorpresa. Tan solo la pequeña luz que siempre emergía en la oscuridad. El piloto encendido en tablero de sus emociones cada vez que la seguridad y capacidad de control que lo caracterizaban flaqueaba por unos instantes.

   Pese a la fugacidad del giro, el singular movimiento genera interesantes especulaciones en su nieto. Picado por la curiosidad, coloca el interruptor en la posición de reverse para retroceder medio minuto en la cinta y confirmar si su conjetura es correcta.

   —Voy a echar un poco para atrás, abuela —comenta sin apartar los ojos de la pantalla—. Quiero volver a ver el arte torero del abuelo.

   —Gracias, Carlos —musita emocionada con un hilo de voz.

   La cinta gira contra el tiempo, arañándole sin rubor segundos que parecían destinados a morir de nuevo en el olvido. Y allí están ellos otra vez. Concentrando en una mirada lo que mil palabras no pueden describir. Carlos comprende que ambos son uno, y que Rosario constituye la parte desconocida pero fundamental para completar aquel todo. El aliento vital de su abuelo. El soplo que susurra, aconseja, celebra, auxilia y acompaña sin que nadie lo perciba. Es consciente de su segundo plano y no le importa. No necesita ser el faro. Le basta con cuidar de su luz.

   Carlos, estirándose en la silla, esboza una sonrisa cómplice mientras comienza a girarse hacia a su abuela.

   —Ahora entiendo lo que sentía el abuelo por ti.

   Rosario, con expresión de júbilo, contempla en silencio la pantalla de bordes borrosos en donde continúa la capea. Pasado el peligro, amigos y familiares vuelven a congregarse en torno a la pareja, retomando así el afable círculo de volátiles lealtades.

   —Abuela. ¡Abuela! —grita escamado Carlos mientras menea el hombro de Rosario.

   La abuela no responde. Carlos enciende la luz y clava los ojos en su serena mirada perdida en el infinito. Sobre la oscuridad de las pupilas y la celeste claridad del iris aparece reflejado el frame exacto del giro que resume su relación. Un revelador optograma fijado en la retina de Rosario antes de proyectarse hacia su momento. 

   —Abuela…

   El desconcierto se apodera de Carlos. No sabe qué hacer. La muerte es un concepto comprensible pero siempre distante en la mentalidad de un veinteañero. El tempus fugit al que se refería su abuela ha pasado de ser una mera locución latina a convertirse en una realidad. La de Rosario. Todo llega. Ahora estás y un segundo después se acaba todo. ¿Tan rápido? Ni siquiera le dio tiempo a despedirse. Los pensamientos de Carlos se arremolinan en su mente y caen en cascada sobre el tranquilo estanque de la ingenuidad. Sofocado por la indecisión, casi sin respirar, retrocede de nuevo en la cinta de Super 8, esperando localizar un oportuno balón de oxígeno entre los recuerdos inmediatos. Y lo encuentra. Allí en la película, justo en el momento de la desbandada general provocada por la vaquilla, asoma fugazmente la anciana Rosario. Camina con esfuerzo unos pasos y funde su imagen en la de la joven Rosario del pasado que permanece inmóvil. Esa con la que Gabriel nutre su seguridad tan sólo con voltear la cabeza a un lado.