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Nos acompañaron en la infancia, convertidas gracias a nuestro capricho en inseparables compañeras de aventuras, amigas fieles y objeto de inagotables caricias. Sin embargo, desmadejado ya el envoltorio de la novedad y repuestos del empalagoso exceso de los primeros días, poco a poco la relación se fue enfriando hasta convertirlas en carne de abandono o, en el peor de los casos, destinatarias de tan horribles experimentos que a nuestro lado el doctor Mengele sería un simple Sánchez Ocaña del Tercer Reich.

Quién no se acuerda de aquel simpático hámster que tuvo en aquella época en la que, cual Carpanta alevin, soñaba continuamente con zamparse cargamentos enteros de tigretones, y en la que la pelusa bigotera aún no había hecho acto de presencia. Aquel divertido ratoncillo le alegraba a uno la tarde, viéndolo correr absurdamente por una pequeña noria que se ponía en pocos segundos a más revoluciones que un single de Juan Pardo. Además, el bichejo tiraba de pipas sin cortarse un pelo, capaz de cascarse un par de bolsas de las grandes mientras seguía intrigado junto a nuestra madre el episodio de sobremesa de Dallas. Encima, con el tiempo cogía confianza y las pedía incluso con sal.

Y claro, este era el punto de inflexión que nos hacía decir ¡Hasta aquí hemos llegado, Perico! De la noche a la mañana, hartos ya de sus reivindicaciones y del odioso soniquete de la noria, que nos despertaba a media noche, le dábamos dos opciones a la rata: o se mudaba a un descampado, o elegía la drástica solución del viejo trozo de cabrales aliñado con veneno. Normalmente escogían la primera.

Otras mascotas clásicas -obviaremos perros o gatos, que esos merecen artículo propio- serían las tortugas, a las que se depositaban en una minipiscina en forma de riñón, con una palmerita en medio y dos centímetros de agua. Con el mismo problema que el hámster, pues cuando le habían dado ya veinte vueltas a su acuático zulo estaban ya locas de atar, y tan sólo les faltaba ponerles el embudo o un papel de periódico en la cabeza en forma de sombrero y decir que eran la Tortuga D´artagnan. Tristemente, su destino solía ser el tubo de la risa de la cisterna, que las llevaba directamente a las cloacas, donde cuentan algunas leyendas urbanas que los empleados de limpieza han visto alguna vez gigantescos y mutantes especímenes fumando petas mientras echaban un mus.

Otros bichos que están ahí, aunque nunca aportaron nada, son los pollitos de colores y los gusanos de seda. ¿Cómo se juega con ellos? Tú tírale un palo a un pollo a ver lo que te dice. Que muy bonito, muy salao todo, pero el palo lo traiga tu padre, a mi dame alpiste y llámame tonto si quieres. Desde luego, su fin era casi siempre el mismo, abría uno la puerta a toda leche al llegar del colegio y al pobre pájaro no le daba tiempo ni decir ni pío. ¡Piti! ¡Roberto! ¡Halcón Negro!-eso ya iba en función del gusto y personalidad del dueño-, ¿Dónde estas? Cuando se cerraba la puerta un pequeñísimo polluelo aparecía planchado en la pared, inspirando quizá a Mariscal en el futuro diseño de Koby, aquel horroroso perro planchado que nos coló en la Expo 92.

Los gusanos de seda, más de lo mismo. O peor, qué coño. Porque con éstos si que no se podía hacer nada de nada. Con el pollo todavía lo perseguías por casa o experimentabas aterrizajes forzosos a gran altura, pero los gusanos tan sólo servían para la contemplación. Tras reciclar una caja de zapatos en las que hasta ese momento se guardaban unas olorosas zapatillas de deporte, la tapa era agujereada y en su interior se colocaba una apetitosa –supongo que para ellos- alfombra de morera por la que los gusanos retozaban alegres, aunque algo mareados los primeros días, eso si, gracias al pestazo a pies que aún se respiraba en aquel enrarecido microclima. Su fin, quizá el más violento de todos, era el de dar con sus larvas, capullos u horribles mariposas que salían de ellos como si de un monstruoso huevo Kinder se tratase, directamente a la basura, acompañada de la clásica frase paterna ¡A la mierda ya con estos bichos, hombre!

Estas eran parte de las mascotas de mi época. Luego, con los años, los snobismos y gusto por lo exótico hizo que los pollitos de colores, gusanos de seda –¿conocen a alguien que los tenga hoy en día?- tortugas, fueron sentados en el banquillos para subir al primer equipo a iguanas, tarántulas, cacatúas, perros microscópicos, etc.

Incluso sé de un caso en el que alguien fue a casa de un amigo y, al entrar en el baño para aligerarse la vejiga, su aterrada culebrilla se encontró de frente con una gigantesca pitón que plácidamente anidaba en la bañera, mirándola ésta con tiernos ojos como diciéndole ¡Hija mía, ven con la mamma!, ignorando por completo el pálido rostro de su dueño, que se encomendó a San Antón para ver si le ayudaba a salir de tan complicado brete.

En fin, pese a que nunca he sido muy de mascotas, añoro un poco las que comenté antes, y espero que les vaya bien a las que sobrevivieron de mi época, e igual andan por ahí, formando una curiosa pandilla con un hámster vigoréxico –tras años de continuo ejercicio noriero, como para no estarlo-, unas tortugas mutantes, varios gusanos despistados y algún pollo colorao que escapó de coña a su destino. Vamos, que solo falta el gitano y la cabra para que se marquen entre todos una turné por la ciudad.

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