AQUELLA CENA DE EMPRESA
-¡Un poco de silencio, señores! ¡Hagan el favor!-gritó la oxigenada camarera frente a aquella numerosa y pintoresca tropa que se agolpaba a las puertas del salón reservado por Lusitana, S.L para celebrar su tradicional cena de Navidad.
-Siéntense solamente en la mesa que tienen preparada a la derecha. La de la izquierda esta reservada para otra empresa.
-Vamos, que nos vamos-soltó uno.
-¡A por el pienso!- chilló Paqui, la secretaria más terrorífica y zampabollos que jamás vieran los siglos.
-¡Que bote la rubia!-graznó López.
-¡Uhhhh! Ya está el López con sus chistes-bramó la mayoría.
Y así, como el que no quiere la cosa, aquella embravecida y bullanguera marea humana inundó el salón del restaurante en apenas unos segundos, logrando sin gran esfuerzo tirar al suelo tres sillas, romper una pequeña lámpara y dejar tan torcido el antiquísimo cuadro que presidía la mesa, en el que aparecía el legendario fundador de Casa Pacheco, que lo llegan a inclinar un poco más y el afamado cocineta se deja los piños en el suelo de su conocido restaurante, después de ciento veinte tranquilos años sonriendo a la peña con una bizarra dentadura clavadita a la de Joe Rígoli.
Tras la lógica regañina de la sufrida camarera, los empleados de Lusitana, S.L se fueron sentando poco a poco a lo largo de la gigantesca mesa ideada para cuarenta comensales, entre gritos, chistes, cánticos y algún que otro pellizco en el culo que el gracioso de López consiguió atizarle a la rubia con esa clásica mano tonta que siempre aparece viuda entre las multitudes y de la que nunca se consigue descubrir al propietario.
Treinta y dos comensales en total. Toma ya. Como mínimo tocaban a dos Judas y medio entre los presentes, aunque para Carrascosa, el de siniestros, allí había más traidores juntos que en el último botellón que echó Julio César. Y algo de razón tenía el hombre, porque mientras que uno hablaba con el compañero de mesa que tenía a su izquierda, el de la derecha repasaba con el de enfrente su trayectoria laboral desde el día que entró en la empresa gracias al enchufe que tenía por se cuñado del Mínguez, aquel mítico informático politoxicómano al que pillaron una tarde pegándose unos tiritos con los polvillos negruzcos esos que suelta el toner. Desde luego allí, cada empleado tenía algún plomazo. Sabia conclusión a la que había llegado tras largas reflexiones Manuel García, la última adquisición de Lusitana, S.L.
Tras un extenso proceso de selección y un durísimo periodo de formación –más que para vender seguros parecía que lo estaban formando para ser la mano derecha de Stephen Hawking, pero literalmente, la que le mueve el ratón…-, al chaval le dieron el visto bueno y lo soltaron en la calle con el viejo maletín, la requemada lista de su cartera de clientes y a tirar millas Manolillo. Y si bien al principio tanto jefes como compañeros le parecieron unos tipos encantadores, al cabo de unos meses, sus inocentes apreciaciones iniciales variaron considerablemente al conocer mejor a sus colegas. Madre mía. No se salvaba ni uno. El que no estaba medio loco era un hijoputa, y el que no era un vástago de barragana resultaba ser un pesado de esos que hacen ameno hasta a Chus Hermida. Incluso Lucas, el de contabilidad, que parecía un tipo bastante majete, tenía un madelman sentado sobre la pantalla del ordenador y todos los días mantenía tales conversaciones con el muñeco que le condenaban irremediablemente a ser carne de manicomio en un futuro no muy lejano, amén de simpático modelo de los que lucen con garbo esa elegante camisa blanca con original botonadura a la espalda, que más de uno acaba calzándose al menos una vez en su vida.
Quizás el único que se salvaba era Paco, el portero del edificio, quien junto a Manolo formaba una especie de quinta columna dentro de la empresa. El mejor momento del día para ambos era el del cigarrito que solían echar juntos a eso de las doce, en la puerta de la correduría. Allí, bajo el quicio de la puerta de entrada, con un pitillo entre los dedos y una actitud irónica ante la vida, aquellos dos simpáticos rebeldes comentaban entre bromas las últimas gracias de sus compañeros, sin dejar en ningún momento de observar descaradamente a las terneritas jóvenes –e incluso a alguna que otra vaca vieja de buen ver, todo hay que decirlo- y soltarles de vez en cuando algún que otro piropo subido de tono. Y tan subido. Para eso Paco era un monstruo. Incluso se picaba muchas veces con los albañiles que estaban construyendo un edificio justo al lado de la correduría. Manolo recordaba con especial cariño uno de aquellos piques en los que la piropeada –más bien el novio- casi se lía a hostias con ellos.
Fue un día caluroso, quizás la mañanita de San Juan, aunque quien paseaba en ese momento por delante de estos dos pájaros no era precisamente el conde Olinos, sino una hermosa chiquilla de unos dieciocho años y terrible pinta de pornostar. Entonces, uno de los albañiles más jóvenes -el típico cachas del anuncio de las once y media-, le soltó a la nueva adquisición de su lúbrico e inagotable archivo pajero el clásico ¡Chocheteeee! Y claro, acto seguido, Paco, que no podía ser menos, contraatacó con uno de su cosecha bastante más bestia ¡Niña, no tengo pelos en la lengua porque tú no quieres! Toma ya.
El joven albañil se quedó planchado al ver como su más que trillado comentario había sido barrido sin contemplaciones por el original piropo lanzado por el deslenguado guardameta de Lusitana, S.L. Aunque lo que no esperaba Paco es que tras el atractivo currante de las once y media apareciese otro bastante más viejo y gordo, que indudablemente debía pertenecer al grupo de las tres menos cuarto. Aquel tipo, con la cabeza enfundada en un castizo pañuelo atado con cuatro picos y una poderosa bartola que le sobresalía generosamente de su mono azul de trabajo, Marca en el bolsillo trasero y birra en la mano derecha -qué menos-, se aclaró la voz un instante, escupió un potente gargajo contra el suelo-de esos que parten un azulejo del impacto- y soltó como el que no quiere la cosa ¡Tía, dime quien es tu ginecólogo para que le chupe el dedo! Venga, alegría… Ante tremenda genialidad, el sin par currela se quedó mirando unos segundos a Paco, disfrutando por un momento de su pequeño triunfo, hasta que apareció de improviso el novio de la niña y se lió a insultar a los albañiles. Craso error.
-¡Eh! ¡Desgraciaos! ¡Como alguno de vosotros le vuelva a decir algo a mi novia le reviento la cara! ¡Gañanes! ¡Paletillas de mierd…!
Desgraciadamente no llegó a terminar el último de sus agradables comentarios. En apenas milésimas de segundo un proyectil impactó en los morros del exaltado maromo. Pobre chaval. El botellín que momentos antes descansaba apaciblemente en la mano derecha del panzudo currante, acabó incrustado en la boca del muchacho tras el certero lanzamiento de su propietario Y aquellos hermosos dientes, que hacía nada formaban una preciosa hilera de perlas –pardiez, parezco un poeta de tercera regional- saltaron con tal violencia que si Manolo no llega a taparse rápidamente sus partes nobles, la entrañable pareja que le había acompañado durante tantos años y en tantísimas situaciones se hubiera visto reducida por lo menos en uno de sus miembros. Aunque desde luego el que peor quedó fue el pendenciero amante de la joven pornostar. De la noche a la mañana pasó de meterse entre pecho y espalda el viejo chuletón de ternera a tirar de Potitos Bledine para el resto de sus días.
En fin, que Paco era la única persona con la que Manolo podía hablar libremente sobre los sucesos de la empresa a la que entregaban parte de sus energías. Y lo que más le dolió a Manolo fue, sin lugar a dudas, que a la cena de Navidad no fuese invitado su fiel compañero, seguramente por pertenecer a lo más bajo del escalafón de la empresa, o quizá porque alguien dio el soplo a los jerifaltes de que se trataba de un rebelde, por lo que nuestro joven comercial tuvo que chuparse la cena sin ningún aliado que le diese cobertura.
-¡Ruuuuubiaaaaa, un pincho de tortilla y tres cañas!-el incombustible López continuaba en sus cosas.
-¡López, cojones, quieres dejar a la señorita en paz!-intervino algo molesto don Braulio, uno de los peces gordos de la correduría.
Bueno, más que correduría parecía una secta. Hecho que bien pudo corroborar Manolo el día de la cena cuando observó como la totalidad de los empleados gritaban efusivos vivas a Lusitana S.L. y a su director general, mientras que los exaltados mueras a las corredurías de la competencia consiguieron que se le pusieran de corbata al imaginar por unos segundos un posible futuro contrato por alguna de ellas. Eso significaría automáticamente una condena a muerte. Una especie de wanted dead or alive a la española, y por un simple quítame esas pólizas. Así que mientras la peña empezaba a brindar por su empresa con las primeras cervezas de la noche, el bueno de Manolo andaba ojo avizor por si en algún momento alguien le daba un extraño bebedizo que le anulase la voluntad y lo convirtiese en otro miembro más de aquella alucinada cuadrilla. Tipo López, por ejemplo.
Menudo personaje. Todos coincidían en que su chistoso compañero era un pesado de tomo y lomo, pero también había que reconocer que de vez en cuando el hombre tenía gracia. Sobre todo aquella historia que le contó Manolo en petit comité referente al suceso que le ocurrió a Lucas el contable unos meses atrás, en los servicios de un pub. Bueno, en petit comité del tipo “eres el único al que se lo he contado, le juré que no se lo diría a nadie, aunque tú, que eres amigo, te lo cuento, guárdame el secreto…” y al final lo conocen no sólo los de la oficina, sino los de tres empresas próximas a la correduría, los del bar de abajo, Paco el del kiosco-que es de confianza-, y hasta una excursión de abueletes de Castro del River que lo pillaron de coña cuando se lo contaba en el bingo a uno de los camareros.
El suceso desde luego no tenía desperdicio, y cuando Manolo lo escuchó por primera vez le dio tal ataque de risa que casi lo deja listo de papeles. Y es que el amigo Lucas, tras una dura jornada de trabajo y de habitual parla con el madelman oficinista, se marchó a tomar unos cubalibres a un restaurante-pub que se encontraba cerca de Lusitana S.L. Después de pegarle al frasco durante un buen rato y observar con ojos golosinos a las mozas del antro, al hombre le dio un terrible apretón de esos que aparecen a veces de improviso. Los servicios se encontraban en la planta baja, al final de la escalera, donde un gran armario hacía de separador entre las puertas del excusado de cada sexo. Así que el salao de Lucas bajó las escaleras cual Speedy González, con una mano en alto sujetando el cubata y la otra abajo, apretándose el ojete para evitar dejar el premio desparramado por los escalones, y en el lugar del agudo ¡Ándele, ándele! De la rata mejicana, ladró un grave ¡Joputaaaaaaa, que me cagoooo!
Una vez dentro, desprendido de aquel incómodo y asqueroso lastre, comprobó preocupado que el servicio carecía de papel higiénico, por lo que tuvo que hacer una rápida incursión en el servicio de señoras en busca del preciado material. Menos mal que no había nadie. Y tampoco encontró allí nada que le pudiera servir. Ante tamaña desesperación, lo único que se le ocurrió fue abrir el armario que había entre ambos servicios para ver si allí guardaban las existencias que desesperadamente estaba buscando. Desgraciadamente, lo único que había en el armario eran los manteles y servilletas de repuesto de la parte del restaurante. ¿Qué hacer? Pues como dice un dicho, a grandes males, grandes remedios. Sin pensárselo dos veces, nuestro amigo el contable agarró el primer mantel que vio -de Portugal, seguramente-, y se lo llevó de acompañante para su último acto en el tet a tet que tenía con el señor Roca. Y por fin pudo limpiarse su impronunciable con varias pasadas del providencial mantel, hasta ese momento de un impoluto blanco nuclear. Cierto es que al terminar la operación, la tela de marras se había convertido en un improvisado lienzo donde acababa de nacer un novísimo estilo artístico, que los críticos quizá definirían como cubismo escatológico, aunque la verdad es que Lucas a penas tuvo tiempo de disfrutar de su obra pues rápidamente lo lió como si fuese un hatillo y lo colocó de nuevo en el armario.
Y ni corto ni perezoso agarró de nuevo su dyc-cola y subió de nuevo las escaleras como si tal cosa. Lo gracioso ocurrió dos semanas después, cuando nuestro protagonista prácticamente no se acordaba ya del suceso. Resultó que el guarrillo contable incontinente retornó de nuevo al escenario del crimen, como si allí no hubiese ocurrido nada. Y nada más aparecer, los camareros se le quedaron mirando sorprendidos. Apenas tuvo tiempo degustar la caña que se pidió pues, tras el primer sorbo, una manta de hostias obsequió al bueno de Lucas, que besó el suelo tras su inesperado y brevísimo debut como sparring.
Cuando se levantó contempló alucinado -con el ojo que tenía menos hinchado- el mantel que le mostraban los camareros. Allí, delante de él, y como si de un milagro se tratase, aparecía plasmado su propio careto en la tela utilizada para limpiarse sus posaderas. Si señor. Increíble pero cierto. Parece ser que cuando los camareros abrieron el armario, mosqueados por el asqueroso tufo que salía de allí, y como si de un milagro se tratase, comprobaron sorprendidos como al desplegar el mantel aparecía con bastante nitidez el retrato de uno de sus clientes habituales. De una manera kafkiana, los dobleces de la tela y la tinta empleada para el cuadro dieron vida a tan peculiar autorretrato. Vamos, que ríanse ustedes de las caras de Bélmez. Lógicamente, Lucas, ante tamaña evidencia no pudo soltar palabra, y se limitó a tragar saliva mientras contemplaba atónito la pancarta en la que se veía a un tipo con sus mismos rasgos e idéntica cara de gilipollas. Y la verdad es que la solución que encontró para salir de tal embrollo no estuvo nada mal. De buenas a primeras comenzó a gritar ¡Milagro! ¡Milagro!, y ante la sorpresa de los camaretas, saltó un par de mesas y salió por patas de aquel tugurio, dejando a los clientes del restaurante pasmados tras su brillante demostración de poderío atlético, a medio camino entre Forrest Gump y Javier Moracho.
-¡Oeeeeé, oé, oé, oééé, oé,oé…!
Media oficina recitaba a capella, servilletas en alto, desde cánticos futboleros hasta el himno de la legión, pasando por el Soy minero o Margarita se llama mi amor. Justo en ese momento apareció en el salón la martirizada camarera rubia guiando a los miembros de otra empresa hacia la mesa reservada junto a la de Lusitana S.L. Entraron en silencio y alineados en dos filas -igual que otros, vamos- todos enchaquetados -las dos únicas mujeres iban también en traje de chaqueta- peinaditos y limpios. Pertenecían a una empresa inglesa -multinacional especializada en telecomunicaciones-, y salvo un par de ejecutivos, el resto era oriundo de la pérfida Albión.
Destacaban sin duda de los miembros de la mesa de enfrente, algunos de los cuales vestían unos modelos tan terribles que harían pasar por conservadores hasta a los de Ágatha Ruiz de la Prada. Sobre todo Paqui, la secretaria zampabollos, quien se había encasquetado un vestido rosa chicle tipo túnica –cual Demis Roussos-, que unido a su tremenda envergadura de ballena vieja, la hacían visible a sesenta millas, y que si la llega a pillar el capitán Achab, le revienta las costillas de un arponazo.
Y el sector masculino tampoco es que fuera mucho mejor, pues cada uno aportaba lo suyo. Como López, con su chalequito fantasía verde moco, Carrascosa, con traje blanco-en diciembre-, camisa de palmeras y bambas de cuadritos -seguramente el último nostálgico de Sony Croquett y de la serie farlopera por excelencia, Miami Vice-, o don Braulio, con su calva, su hermosa panza y sus tirantes con la bandera de España, que le daban un aspecto de skin jubilado que tiraba de espaldas.
Una vez sentados, los guiris comenzaron a pedir las bebidas que les apetecían con tal educación y orden que a la pobre de la camarera casi se le saltan las lágrimas. Sobre todo cuando se acordó de los otros, que hasta que se pusieron de acuerdo pasaron algo más de veinte minutos, pidiendo todos a la vez, tanto cervezas y coca colas los más moderados, como copazos los más radicales, y cuando parecía que ya había apuntado todo –amén de acordarse mentalmente de lo muertos de cada comensal-, saltó el clásico gilipollas -sobra decir que respondía al apellido de López, pero bueno…- que quería un San Francisco en copa grande…
Entonces Susi -doce años de profesión a sus espaldas- traspasó la puerta de la cocina, y consiguió que lo único que saliese de su boca fuera ¡Recordemos Puerto Hurraco! ¡Recordemos Puerto Hurraco! Tuvieron que sujetarla entre cuatro mientras que una quinta persona le quitaba el cuchillo de las manos. Un afilado cuchillo de esos de Teletienda, capaces de cortar una barra de acero galvanizado de quince centímetros como si fuera el salchichón que el Eugenio trae del pueblo. Aunque consiguieron calmarla un poco, no pudieron evitar que preparara un San Francisco compuesto con agua de fregar, meado de gato -el cuenco donde Puky hacía sus necesidades fue vaciado en la coctelera- y Oraldine de color rojo, para sustituir a la granadina.
Madre mía, cuando volvió de nuevo a la sala y lo sirvió al imbécil de López, se mantuvo impertérrita en el sitio hasta que aquel graciosillo bebió varios tragos. Y es que no tuvo más remedio, pues la mirada de Susi era tan feroz que hasta Hannibal Lecter se lo habría bebido de una tacada, como si se tratase del jugoso licor de grosella que los domingos le hacía su tía Margaret Rouse, antes de destriparla, claro. Lo malo es que muy a licor de grosella no sabía, la verdad, y mucho menos a San Francisco, pero con el careto que gastaba Susi como para decirle que no estaba bueno.
Los británicos, muy modositos en todo momento, picaban tímidamente de los aperitivos que les acababan de servir, sin levantar en exceso la voz. Bueno, los únicos que de vez en cuando lo hacía eran los dos ejecutivos españoles, quienes disimuladamente miraban con cierta envidia a sus compatriotas de la mesa de al lado, que se estaban poniendo tibios de langostinos y jamón serrano, pegándole al vaso sin contemplaciones mientras hablaban y gritaban, que más que en una cena de empresa parecía que se encontraban en la cantina de la legión. Y el bueno de Manolo aguantando el tipo entre aquella cuadrilla.
Una de las cosas que más le dejó alucinado fue cuando coincidió en los servicios con Carrascosa y Pepe Gutiérrez -uno de los administrativos-, justo en el momento en el que estos dos pájaros se metían por la napia una kilométrica raya de farlopa que habría acojonado hasta al bueno de Pocholo. De Pepe Gutiérrez todavía se lo podía esperar, pues era vox populi que el tipo era un vicioso y, según las malas lenguas, había llegado hasta a zamparse dos tabletas de patillas de gasolina -de las utilizadas para encender barbacoas- en uno de sus continuos monos. Dicen que los Beatles tras meterse unos cuantos tripis vieron a Lucy in the sky whith diamonds, y Pepillo, para no ser menos que los de Liverpool -aunque en versión carpetovetónica, of course-, por lo visto vio a Toñi, sobre un sofá de escay, en pelotas, que aunque no resultaba tan psicodélico como lo de los cuatro rapaces, por lo menos le daba para unas pajillas.
Lo malo es que tras su momentánea visión soltó un potente eructo de camionero barato que le hizo escupir tal llamarada que dejó chamuscado el pálido rostro del Sueco, hasta el momento su compañero de juergas, y quien por cierto desde ese día fue rebautizado como el Mandinga. Y desde aquel peculiar suceso, ninguno de sus amigos se le acercaba cuando, cabreado, le daba por eructar, pues se liaba a soltar fuego a diestro y siniestro con tanta potencia y cantidad que a su lado el dragón que mató San Jorge no pasaba de una simple lagartija con alitosis.
Sin embargo, al último que esperaba ver pegándole a los polvitos blancos era a Carrascosa. Un tipo serio y correcto, aunque quizá, aquello de calzarse el kit de farlopeta de Miami Vice durante varias horas, habría pasado factura y el bueno de Carrascosa asimilado tanto el rol que incluso no paraba de pensar en una inminente redada, por lo que mientras esnifaba la nieve tenía un ojo mirando a la raya y otro a la puerta -ya quisiera Fernando Trueba-, no fuera que apareciese de pronto el negro Tubbs, o peor aún, el teniente Castillo, que con la mala hostia que gastaba el carapicada ese, como para contarle que en lugar de coca se trataba de petazetas.
Ya estaban por los postres los miembros de Lusitania S.L. cuando les sirvieron a los ingleses unos humeantes platos de sopita caliente. Los camareros tenían que hacer verdaderos equilibrios para atravesar el salón sin verter en ningún momento el líquido elemento. Hasta que Susi -entrañable a estas alturas del relato- apareció en el salón y tuvo la mala suerte de tropezar con la pata de una de las sillas y literalmente besar el suelo como el Papa. Evidentemente, el descojone fue general. Sobre todo porque bañó de negruzca sopa, aderezada de misteriosos tropezones, al presidente de aquella empresa de hijos de la Gran Bretaña. Y no quedó todo ahí, sino que el plato salió de sus manos a tal velocidad que parecía un fresbee, solo que en lugar de acabar en las fauces del típico chucho adiestrado, terminó en los morros de Mr. Morris, convirtiéndolo al instante en un ser clavadito a los indios esos que llevan una especie de cedé adherido en el labio inferior, y que recolecta Sting en sus viajes solidarios por el Amazonas.
¡Cucha el guiri ése, si parece el feo de los hermanos Calatrava!-no pensarían, por algún casual, que López iba a dejar pasar semejante suceso.
La carcajada fue general entre los miembros de la empresa hispana, mientras que entre los ingleses tan sólo pudo escucharse un leve rumor de rabia contenida, pues sabían que se estaban despelotando de su jefe, pero sin saber exactamente qué habían dicho. Únicamente se coscaron del comentario los ejecutivos españoles, que contenían la risa como podían.
Hasta el bueno de Manolo García, que intentaba ignorar al máximo las hazañas de sus compares, estalló en una terrorífica carcajada tras escuchar el comentario de López. Y es que, prácticamente, y quizá sin que hubiese llegado a darse cuenta, formaba parte ya de aquella kafkiana secta. Incluso él mismo, con la lengua algo suelta gracias al zumo de Baco, contó una anécdota que le había sucedido dos semanas antes y que casi nadie en la correduría sabía.
Por lo visto, la historia se había producido en la consulta de un médico en un ambulatorio de la seguridad social. Aquella mañana Manolo tenía cita con el Dr. Cifuentes, Roberto de nombre, para hablar de las ventajas de un seguro de vida en el que el galeno parecía estar interesado. La cita era a las diez, pero nuestro querido comercial se presentó a las diez menos cuarto, guardando siempre ese margen de quince minutos destinado a solventar los posibles imprevistos. Echó de menos las revistas del corazón, indispensables en cualquier consulta privada que se precie, y que son una medicina fantástica para luchar contra el tedio de la espera. Más de una vez Manolo se había tenido que fastidiar al tener que entrar en la consulta justo en el momento en que se acababa de enterar de que a Marujita Díaz le habían descubierto una hija secreta de ochenta y cinco años, casi una década mayor que ella y todo, fíjate tú. Y encima que lo estaba comentando con otra señora, que tampoco lo veía claro, con la que había trabado una gran amistad en tan solo diez minutos en la sala de espera. Y es que los amigos que se hacen en las salas de espera son como los de la mili, para toda la vida.
En fin, que entró sobre las diez y cuarto en la consulta. No llevaba más de diez minutos intentando encasquetarle el seguro al Dr. Cifuentes cuando, de repente, la puerta se abrió violentamente y apareció un energúmeno -el Dr. Ramírez, descubrió después- soltando tal cantidad de improperios por su boca, que menos bonito, parece que le dijo de todo, incluso alguna que otra mención al Chápiro Verde se coló en su terrible retahíla. Sin apenas inmutarse, el Dr. Cifuentes se levantó de su asiento y dirigiéndose a su colega le soltó:
-¡Tranquilízate Diego, que hay que saber perder!
-¡Serás cabrón! ¡Te estas taladrando a mi mujer!-gritó el Dr. Ramírez fuera de sí.
Y mientras Manolo, allí, en medio del fuego cruzado, soportando el chaparrón desatado entre los dos médicos, sin saber si largarse disimuladamente o quedarse para ver como terminaba la historia.
-Laura y yo nos queremos. Sé realista Diego. Lo vuestro estaba ya más acabado que Roque Narvaja.
-¡Maldito bastardo!
Sin pensárselo dos veces, el Dr. Ramírez cerró fuertemente el puño y le largó tal hostia al cabroncete de su colega, que le dejó los morros más deformes e inflados que los de Bárbara Rey y Ana Torroja juntos. Aunque éste no se amilanó lo más mínimo, y lanzó al vacío un violenta mascada que desgraciadamente tuvo la mala fortuna de impactar en el rostro de Manolo, en lugar de su inicial destinatario. El pobre Manolo cayó peloto, cual saco de potatoes, mientras que su futuro cliente continuaba recibiendo más que dando -todo hay que decirlo-, de aquel bestia del Dr. Ramírez, que metías unas galletas que daba gloria verlas. Cuando Manolillo consiguió levantarse, observó medio aturdido que el Cifu, su improvisado nockeador, remontaba el combate a base de certeros ganchos atizados con una fuerza que no se podía explicar de donde había salido, mientras tarareaba entre dientes –los tres que le quedaban- la mítica canción de Los ojos del tigre.
Y como veía que allí no pintaba nada, y lo único que podía sacar en claro era otra leche, pues el bueno de Manolo puso pies en polvorosa, saliendo a toda velocidad de aquella consulta con un ojo morado, la mañana perdida, y el imborrable recuerdo de encontrarse en medio de una pelea entre dos matasanos que en ningún momento parece ser que se percataron de su presencia. Lo mejor de todo es que cuando llegó a la correduría, el chavalín que acababan de entrevistar para nuevo comercial se le quedó mirando sorprendido al ver su ojo morado y, tímidamente, le hizo una consulta.
-Oye, ¿tan duro es esto?
-Uf, y tanto-respondió Manolo. Aquí como mínimo hay que ser peso medio para lograr vender con suerte alguna que otra póliza.
El pobre chaval se quedó blanco. Todas las ilusiones que había puesto en la empresa se acababan de esfumar al contemplarse a si mismo y comprobar que no pasaba de un enclenque peso mosca. Asco de vida.
Don Braulio fue el que más se rió con la anécdota de Manolo. Y los pelotas de turno, pues claro, a acompañar al jefe en las carcajadas. Que si qué bueno don Braulio, que si este Manolillo ya es uno de los nuestros, que si su empresa es la mejor de España don Braulio… Pero no era el pelón un tipo al que le gustasen las lisonjas interesadas, así que zanjó el asunto con una explícita frase:
-Al que me vuelva a dorar la píldora esta noche lo mando el lunes a vender pólizas a las barriada de Los Tres Pinos.
Aquello fue mano de santo. Desde ese instante nadie le volvió a hacer la pelota al jefe, más que nada porque no quería terminar como De la Torre, un antiguo comercial, que regresó de Los Tres Pinos como lo haría Bill Cosby después de una merendola en un rancho del Ku Klux Klan, es decir, con la camisa destrozada, la nariz rota por tres sitios y numerosas mojadas por todo el body.
La cena ya estaba tocando a su fin. Los ingleses, pese haber empezado más tarde el ágape, se encontraban ya tomando la copa fin de fiesta. Sin embargo, no estaban tan alpistados como sus vecinos. Estos, que no habían dejado de beber en toda la noche, seguían gritando como energúmenos, aporreando las mesas, y tirándole los tejos a las dos guiris vecinas, las cuales tenían tan encendidas las mejillas que, según comentaba Pepe Gutiérrez, el que se las llevara al catre nunca distinguiría si lo que se estaba tirando era un risueña vecina del condado de Lancaster o al gusiluz putón.
Al final, entre unas cosas y otras, ambas mesas hicieron pandilla. Una vez levantados de sus respectivos asientos, comenzaron todos juntos a cantar algo parecido a White Christmas. Parecido más que nada, porque Paqui tarareaba por su cuenta el Last Christmas de Wham –quizá le ponía más el barbitas julandrón de George Michael que un escocido Bing Crosby-, y López, totalmente mamado, recitaba con la lengua trabada hare krishna, hare krishna, hare hare… Juan Carlos y Alfredo, los dos únicos ejecutivos españoles de la empresa inglesa, servían de intérpretes para ambos grupos.
Aunque curiosamente, las preguntas que provenían de un bando no tenían nada que ver con las del otro. Mientras que los ingleses se interesaban por cuanto les podía salir el seguro del local de sus oficinas con Lusitana S.L., los españoles -prácticamente todo el sector masculino- tan solo estaban interesados en si las gusiluz eran guarrillas. Y parece ser que una de ellas era bastante valiente, según comentó Alfredo. Por lo visto Cindy era de esas de las que cogían a uno por banda y le daban tal repaso que al final acababa pidiendo la hora para salvarse de la quema. Cuando Lucas escuchó aquello, se dirigió como una exhalación hacia la guiri que más pinta de liberal tenía y se sacó el madelman de la chaqueta.
La buena mujer se quedó alucinada cuando observó como aquel zumbado le presentaba a un muñeco -respondía al nombre de Pepirri- y se ponía a hablar y moverlo como si estuviese poseído por José Luis Moreno. Con lo que no contaba Cindy era que Pepirri el madelman formaba parte de la astuta estratagema de distracción de Lucas para hacerle cositas. Así que mientras ella miraba pasmada al muñeco, aquel bizarro cagaleras alargó su gadgeto-mano y la introdujo bajo las profundidades insondables de la falda de Cindy. Aunque tampoco contaba Lucas con los felinos reflejos de la inglesa, ni con el depurado estilo taleguero que gastaba la moza. En apenas dos segundos ésta agarró uno de los cuchillos para la carne que había sobre la mesa y le largó tal mojá en el culo que el pobre contable pegó un terrible chillido que hizo estallar dos copas de cristal de Bohemia, porque las que había de duralex no las rompía ni Plácido Domingo con un amplificador.
Acto seguido, se levantó rápidamente de su silla, cogió prestado el bastón de don Braulio y, cojeando cual Jon Manteca, se dirigió hacia la cocina en busca de algo con que curar la herida, que aunque bastante espectacular por toda la sangre que se veía, no pasaba de una simple cogida superficial. Aunque claro, para el recién lisiado aquello era prácticamente una copia de lo de Manolete, y a poco que se descuidase podría terminar perfectamente la noche echando un dominó con San Peter y el resto de la cuadrilla. Por el camino hacia la cocina no paraba de decir ¡Jodeeeerrrr! ¡Pues si ésta es valienteeee….! Lástima que nadie le comentase que la chica a la que había metido mano no era Cindy sino Wendy, hembra bastante más borde y picajosa, amén de poseedora de una singular destreza con las armas blancas. Tanta que lo mismo te deshuesaba una pata de jamón en catorce segundos, que extirpaba el apéndice a su primo Jeremy con la limita canija esa que traen los cortaúñas, y sin necesidad de anestesia ni hostias.
Mientras que todo eso ocurría, López, más ciego en esos momentos que Boris Yeltsin en la hora feliz de una vodkería, era observado detenidamente por Susi, que se la tenía jurada desde el incidente del Bloody Mary. Y no le importaba nada que los demás miembros de su empresa ni los de la inglesa, que se habían animado tanto que parecían españoles, se subiesen a las mesas, hicieran guerras con obuses hechos con trozos de pan, o se pusieran a zapatear como descosidos. El único que le interesaba era López. Tan sólo estaba esperando una ocasión propicia para caer sobre él y cobrarse la deuda que tenía pendiente con el capullo ese. Y tal ocasión llegó.
Parece ser que los dioses escucharon sus ruegos, pues a su futura víctima no se le ocurrió otra cosa que sacarse un rotulador del bolsillo -seguramente mangado aquella misma tarde en la oficina- y liarse a pintarle cuernos al retrato del amigo Pacheco, que hasta ese momento sólo se podía quejar de estar algo torcido. Y fue rápido el gachó, porque cuando Susi llegó hasta donde estaba, no solo le había pintado los cuernos, sino que había completado la faena con un grueso mostacho, perilla de mosquetero y unos gigantescos pendientes de aro que ya los quisieran para ellas muchísimas folclóricas. Al ser pillado in fraganti por la seño, no buscó excusa alguna ni intentó disculparse, sino que hizo algo que ni la misma Susi se podía esperar. Se dio la vuelta y, ni corto ni perezoso, se lanzó en un picado suicida, cual kamikaze en Pearl Harbour, hacia las atractivas protuberancias pectorales de la dama. Y las enganchó bien, que coño, pues parecía que el tío tenía Super Glue en los dedos, y allí no había Dios que los pudiera separar de los voluminosos senos de la camareta.
Aunque esta, mujer de recursos, encontró rápidamente la solución al entuerto, soltándole a aquel hombre-lapa un fortísimo rodillazo en los cojones que le hizo ver no solo las estrellas, sino también un par de constelaciones, tres planetas desconocidos y hasta un agujero negro que hay saliendo de nuestra galaxia a la derecha, junto al puesto de Paco. Una vez que López se encontraba en el suelo retorciéndose de dolor, Susi comprobó que nadie se había percatado del suceso, por lo que disimuladamente lo arrastró hacia la cocina, dispuesta a llevar a cabo un diabólico plan que se le acababa de ocurrir.
El resto de los comensales de ambas mesas estaban mientras a lo suyo. Que no era otra cosa que bailar la conga alrededor del salón, con Paqui como trolebús guía, el resto de currelas ejerciendo de vagones cantarines, y Mr. Morris como coche escoba, aunque a eso de la tercera vuelta fue captada por la tropa Dolores, otra de las camareras, quizá para ocupar el puesto de special guest star. Sin embargo, tras la puerta de la cocina, las cosas no pintaban tan bien para algunos. Susi entró en ella arrastrando a López, que entre la tajada y el dolor de huevos, apenas tenía oportunidad de intercalar alguno de aquellos chistes que lo habían convertido en la persona más odiada de su empresa durante los últimos tres años. El barco arrastrero lo llevaba directamente hacia las cámaras frigoríficas, en silencio, sin prisa pero sin pausa. Por el camino se cruzó con el Niño de la Mojá, también llamado Lucas. Éste, que se había bajado los pantalones y vendado medio trasero con papel de cocina para intentar contener la hemorragia, se sorprendió y ruborizó al mismo tiempo tras verse delante de la rubia con una nalga al aire y otra camuflada como si fuera el culo de una momia. Menos mal que la rubia no le hizo ni caso y siguió rumbo a las cámaras frigoríficas del restaurante. Una vez allí, abrió la puerta de una de ellas e introdujo a López.
Su idea inicial era despedazarlo en trozos pequeños y mezclarlos con el resto de carne almacenada. Quizá para ello le hubiera venido bien la ayuda de Wendy, la guiri picajosilla. Pero resultó al final que Susi era un pedazo de pan, y se conformó con dejarlo allí un cuartito de hora para que aquel tipejo sufriera un poco pero sin pasarse. Cerró la puerta y se dirigió de nuevo hacia el salón, no sin antes advertir al contable cagaleras que no se le ocurriese abrir la cámara antes de que ella volviese. Y Lucas, claro, no dijo ni mu. Más que nada porque el ya iba tierno, con una cuchillada en uno de los cachetes del culo, su ego de galansote tirado por los suelos, y la férrea convicción de que a las mujeres de hoy en día ya no se les podía llevar la contraria. Menudo panorama. A ver cómo coño le explicaba eso al madelman…
La noche tocaba a su fin. Por lo menos en lo que al restaurante se refería, porque mientras la gente comenzaba a recoger sus chaquetas, abrigos y bolsos, ya se empezaban a escuchar los nombres de los posibles garitos donde continuar la juerga. Y curiosamente, cada antro nombrado reflejaba al detalle la personalidad y estilo de cada uno de aquellos que lo habían propuesto.
-¡Vamos al Salsero!-gritó Luichi, un empalmado de la música latina que traía frita a media oficina al poner siempre de hilo musical las odiosas coplas de Juan Luis Guerra y Celia Cruz, de quien Pepe Gutiérrez, por cierto, juraba y perjuraba que era un travelo.
-De acuerdo, nos podemos dar una vuelta por ahí-contestó rápidamente Sony Carrascosa, deseoso de mover el esqueleto en un antro en el que seguramente todos vestirían como él.
-¡Qué coño al Salsero! ¡Vamos al Alí Babá que allí hay unas putarracas que te cagas!-obviamente, la propuesta de Alfredo, uno de los intérpretes de la empresa inglesa, tan sólo fue aceptado, aunque al unísono, por el sector masculino.
-¡Hay, qué guarros sois! Vamos mejor a la Peña del Cochinillo, que está en mi barrio y yo soy miembro. Igual nos invitan a algunas tapas-graznó Paqui, el leño de la oficina, que parecía ser un pozo sin fondo digno de estudio por los mejores nutricionistas.
Ya está Gandhi con sus chorradas-farfulló alguien entre el griterío.
-¿Quién ha dicho eso?
Nadie contestó, aunque las sonrisas e incluso carcajadas disimuladas fueron numerosas.
-¡El que haya sido es un hijoputa!
-¡Que se calle Moby Dick!-sonó en la lejanía.
Tranquila Paqui, que están de coña-intervino conciliador don Braulio. Vamos mejor al centro, al parking que hay junto a la plaza y luego vemos allí donde vamos.
-Vale, me parece bien, pero como pille al cobarde ese que no se atreve a dar la cara…-gritó amenazadoramente.
Por fin la gente se puso de acuerdo, e incluso los ingleses se apuntaron a la fiesta. Abandonaron rápidamente el local, ante la alegría de Susi, y se dirigieron hacia los coches, no sin antes despedirse don Braulio de todos los camareros y aflojar la mosca, qué menos, aunque eso sí, a cuenta de Lusitana S.L. Y así, tras cuatro interminables horas de gritos, chistes guarros, eructos, canciones y mil y una cosa más, aquella rugiente marabunta se largó con la música a otra parte, sin que se dejara de escuchar por las escaleras mientras se dirigían hacia la planta baja algún que otro ¡Por allí resoplaaaaa! Lanzado por cabroncetes anónimos, uno de los cuales resultó ser… don Braulio…, y que traían a Moby… perdón, Paqui, por la calle de la amargura. Y sin percatarse, por cierto, de las dos bajas que habían sufrido durante la noche. Por un lado, del herido por arma blanca gracias a la inestimable ayuda de la gusiluz mala, y por otro, del chistoso de la empresa, de quien se había olvidado todo el mundo -incluso Susi, su más enconado enemigo-, allí, en una cámara frigorífica, saturado de whisky, vodka, vino y lo que contuviese el San Francisco, y destinado a convertirse en una especie de polo flash de varios sabores.