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Las modas, esas corrientes estéticas y sociales de veneno contagioso pero cuyos efectos suelen desaparecer con la misma rapidez que sorprenden, llegan en algunos casos a extremos insospechados.De la que voy a hablar ahora,la bibliopegia atropodérmica, deja en pañales a inocentes corrientes vanguardistas como el punk, la de meterse vodka por los ojos para para emborracharse antes o los pantalones de cagao, llámese a la suerte de llevar dicha prenda colgando en mitad del trasero, mostrando al mundo unos horrorosos calzones de los de a tres euros en el mercadillo e incluso algunos con palominos de regalo, y la parte oculta convertida en una flácida bolsa que ondea al viento cual bandera la modernez cutre.

También llamada Encuadernación antropodérmica, no se trata ni más ni menos que la de forrar los libros, como cuando nos los daban nuevecitos en el cole, en lugar de con plástico adhesivo de los que salen odiosas burbujitas que no desaparecen por mucho que les pases el dedo, con
piel humana, sí sí, esa vieja y entrañable piel con que todo hijo de vecino envuelve su osamente y la cual, por lo visto, viene pistonuda para el arte de la encuadernación de lujo.

Aunque ahora puede resultar chochante, durante el siglo XVIII y XIX se convirtió en una curiosa moda que reciclaba los pellejos para cubrir las tapas de obras científicas y literarias. Ingleses como los galenos Anthony Askew o John Hunter se las arreglaron para forrar sus tratados de
investigación con tan peculiar cuero, como en el caso de Hunter, que no encontró otro material mejor para presentar su Tratado sobre las enfermedades de la piel. Aunque sin lugar a dudas el mayor filón de piel humana -supongo que el sueño de Leatherface, el chiquito éste de la
Matanza de Texas con su máscara de piel humana- fue la Revolución francesa. Gracias a la guillotina aquello se convirtió en una especie de Carrefour del pellejeo, y en Meudon se levantó una enorme fábrica de curtidos cuyo producto estrella eran las pieles de los múltiples
infelices a los que el pueblo afeitaba el gañote de un tajo.

Así que uno llegaba y compraba cuarto y mitad y se iba a casa a forrar el recetario de cocina, el cuaderno de contabilidad o un viejo libro de Los Hollister si habían invitado al niño a un cumpleaños y a la madre no le salía del moño gastarse dinero en la inoportuna celebración. Como muestra tenemos la copia de la Constitución francesa de 1793 que De Cassagnac guardaba en su casa, encuadernada en piel humana teñida de verde claro que ahora se conserva en el Museo Carnavalet de París.

Los ingleses, que son unos cachondos cuando quieren, reciclaban los cuerpos de los ajusticiados, además de para que los matasanos patrios jugasen al Operación con sus órganos y articulaciones -no sabemos si se les iluminaría la nariz con los aciertos-, en hermosos encuadernados de
textos legales o que narraban la historia del propio finado. Hay dos casos dignos de mencionarse.
El de John Horwood en 1821, quien con apenas 18 primaveras fue condenado a ajustarse la corbata por haber dado matarile a una tal Eliza Balsum. El caso es que el pobre chaval fue diseccionado en público, su esqueleto llevado a un museo de criminales y su piel curtida y encuadernada en un voluminoso libro que habla de su caso. Entre sus páginas aún queda la factura del encuadernador, diez libras, o eso dijo y en realidad cobró 200 o facturaba otras cantidades por empresas fantasmas, mal endémico que parece haber llegado hasta nuestros días.
El otro caso es el del salteador de caminos americano George Walton, que dejó el recado de enviar el libro de sus aventuras forrado con su propio pellejo al único tipo que le había hecho frente en una mala tarde en la que le pegó un tiro, pero vamos, en plan coña, sin acritud. Su destinatario lo recibió y sonrió por el colmillo pensando Qué tío más salao, mientras
se rascaba esa cicatriz de la rodilla que lo había dejado como el Cojo Manteca para el resto de su vida.

Además de médicos, científicos y leguleyos, la encuadernación antropomórfica también atrajo a los pornógrafos. Los hermanos Goncourt cuentan en sus diarios que en 1890,algunos internos del hospital de Clamart trapicheaban con las pieles de los pechos de pacientes fallecidas con Isidoro Lesiux, un encuadernador de libros cochinos en Fabourg Saint Germain. Se dice también que hay ejemplares del Justine y Juliette del Marqués de Sade forrados de esta manera e incluso de que existe el Tratado De Serto Virginum encuadernado así.

El caso más entrañable es el de cierto poeta ruso que perdió la pierna en un accidente de equitación y como de chiquitillo en casa le habían enseñado que no se tiraba nada, pues le dio por encuadernar sus mejores sonetos -según él, claro- con los restos de pierna y pinrel. Lo mejor de todo es que encima se lo regaló a su amada. Y claro, imagínesen el panorama, la chica esperando un bolso chulo o un frasquito de Chanel o por lo menos de Chispas y el poetilla cojo la obsequia con un grueso volumen de ripios con un penetrante aroma a pies. En fin…

Para terminar con este extraño mundo de la encuadernación antropodérmica, decir que en el mundo de la ciencia ficción, el gran escritor Lovecraft inventó el famoso Necronomicón, un grimorio forrado de piel humana, utilizado en sus cuentos y que aún hoy en día hay gente que existe de verdad, pese a que él juró y perjuró que era una licencia literaria. Pero nada, la peña sigue creyéndoselo, como los que aún siguen enviando cartas al 221B de Baker Street, mítica residencia de Sherlock Holmes, con el consiguiente cabreo del cartero que sin duda acabará
pegándose un tiro y publicando postmorten un libro donde recoja todos los insultos posibles a aquellos que lo putearon en vida, y por supuesto forrado con su pellejo, qué menos.

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