ALMUERZO EN LA CIMA DE UN RASCACIELOS
Es una de las fotos más vendidas de la historia. Su título original es “Lunch atop a Skyscraper”, que traducido al cristiano es algo así como “Almuerzo en la cima de un rascacielos”, y fue realizada por Charles C. Ebbets, seguramente apoyado también en una solitaria viga del piso 69 del edificio GE del Rockefeller Center de Nueva York como en la que están sentados estos monstruos, allá por 1932. Setenta y seis años después de ser realizada esta instantánea, aún sigue poniéndoselos de corbata a cualquiera que la contemple.
Me la enviaron hace unos días por mail junto con otras cuantas del estilo. Pese a haberla visto varias veces más tanto en catálogos fotográficos antiguos como en múltiples libros de historia, siempre que la observo siento un vacío enorme en el pecho, como si me faltase el aliento debido a la altura, o quizá sea porque todo ese aire que a mi me falta sea el peculiar impuesto que los obreros de la fotografía cobran a cada tipejo que aprecia embelesado su resignada gesta.
Y es que no es para menos. La foto no tiene desperdicio. Once currelas sentados en una gruesa viga a unos doscientos cuarenta metros del suelo –la altura total son 259-, tan panchos, hablando de sus cosas en el momento de hacer un break para darle al diente. Sus rostros reflejan una pasmosa tranquilidad, incomprensible para cualquier auditor de riesgos laborales, que se tiraría de los pelos y pellizcaría siete veces antes de dar crédito a lo que esos ojitos suyos estaban viendo.
Uno de los obreros del extremo izquierdo le ofrece tranquilamente lumbre al Malboro sin filtro –digo yo- de su amiguete. Nada que ver con los palos de la risa que en otros lugares del mundo sus compañeros de profesión se ventilan a pares mientras realizan su laboro.
A su lado, el hombre del peto y los guantes como puños de Mazinger Z, comenta con su compare de la gorra negra que tiene la duda de si en el puente de Halloween marchará al lago Tahoe a casa de su hermana Mildred o bien irá con la parienta y los niños al parque Yellowstone para darle unas galletillas de miel al oso Yogui.
En medio de la viga, el hombre de la gorra y el pitillo en la comisura de los labios muestra a sus amigotes de ambos lados un par de picantes fotografías de Jean Harlow y Mae West en pelota picada, hecho que provoca que uno se descamise para contrarrestar un poco los calores y el de la izquierda se tape la empalmaera con su guante de superhéroe.
Sus otros tres compañeros de viga, con el lascivo muestrario potorrero más que visto, están preocupados en cambio en si su parienta les ha puesto emparedados de mantequilla de cacahuete como todos los días, o bien se ha estirado con un buen trozo de pastel de arándanos. Parece ser que para el hombre que luce la camiseta de baloncesto del Real Madrid, su mujer si se portado, ante la envidia de su colega de al lado, al que le han cascado un par de brócolis hervidos, sin mayonesa ni ná, que no le hacen ni puñetera gracia.
Por último, el hombre del peto que mira hacia la cámara, se está metiendo entre pecho y espalda medio litro del ponche que Margaret Rouse, su santa esposa, se quedó preparando la noche anterior cuando el angelito se quedó sopa al echarse en el camastro con la espalda rota tras una jornada agotadora. Minutos después, a pesar del doping, nuestro amigo se levantará medio mamado y caminará por las vigas, cual funambulista errante –ya quisiera Pinito del Oro-, y realizará eficientemente su trabajo, desafiando gallardamente a las leyes de la gravedad y las elevadas apuestas de los dioses, donde ya se pagan veinte a uno que el mozuelo se deja los piños ese día en el lejano asfalto.
Pero ahí seguirán todos eternamente, tranquilos y sin vértigo, viendo pasar la vida con la satisfacción del deber cumplido, mientras el resto de los mortales contemplamos absortos esta peculiar y, desde la mentalidad actual, increíble imagen. A todos estos tíos, porque eso es lo que son, unos verdaderos tíos, mi más sincero respeto allá donde se encuentren.