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Se podría decir que constituyen una combinación de circunstancias imprevisibles e inevitables, guiadas quizá por la caprichosa y misteriosa mano que controla nuestra ficha de concursante, aunque para los ateos se trate tan sólo de un efecto más del azar absoluto con el que rulamos por el peligroso y complicado tablero de la vida.

Algunas de estas casualidades, que al final no llegaron a cuajar, nos meterían de lleno en lo que en historia se denomina ucronía, es decir, una reconstrucción lógica aplicando acontecimientos no sucedidos, pero que podrían haber llegado a suceder. Tal es el caso de que Bruce Lee hubiese aceptado la invitación para ir a la fiesta que se celebraba en casa de Roman Polanski, aquella funesta noche en la que una diabólica Familia acabó brutalmente con la vida de Sharon Tate y del resto de invitados. Igual si Bruce se pasa un rato por allí a tomarse unas mirindas, se lía a hostias con Charles Manson y el resto de la secta, evitando una matanza y mandado a aquel atajo de tarados directamente a urgencias, con las costillas hechas migas y los agudos chillidos del chino gritón retumbándoles de por vida en sus cráneos huecos. Desgraciadamente no fue así y la pobre Sharon pagó las consecuencias del malqueda de Bruce Lee.

En cambio, una casualidad que estuvo a punto de mandar al guano todo un Desembarco de Normandía fue el susto que uno de los coroneles encargados de codificarlo se llevó al comprar el London Daily Telegraph y leer las soluciones del crucigrama del día anterior. El pobre hombre, en vez de tirar de sudoku para matar los ratos muertos entre comidas con generales y copazos en la cantina, no tenía otra cosa que se aficionado a los jeroglíficos de Ocón de Oro y a los crucigramas. Delante de esos ojitos que se iban a comer los gusanos aparecieron de pronto en secuencia los nombres de Omaha, Utah, Mulberry, Neptune y Overlord. Toma ya. El nombre de las dos playas del desembarco, el del puerto artificial que se construiría tras el desembarco, el de la operación naval y el de la operación in yeneral. Vamos, que solo faltaba ya decir el D.N.I. de Eisenhower o la combinación del plumier de Churchill para rematar la faena. Al pobre coronel casi le revienta la patata, y el almirantazgo, pensando que era una labor de espionaje, casi suspende el desembarco. Menos mal que días después se descubrió que era una coña marinera, tirando p´lante con los planes, aunque eso sí, con cierto no se qué, qué se yo durante toda la operación.

Una de las casualidades más bizarras sin duda es la que se refiere al nombre de Hugh Williams. Aunque a ustedes les resultará totalmente desconocido, resulta que se trata del nombre del único superviviente de un navío que naufragó en el estrecho de Menay, en el mar de Irlanda, el 5 de diciembre de 1664. Hasta aquí nada del otro mundo. Sin embargo, también el 5 de diciembre, solo que de 1785, se hunde otro barco en el mismo sitio y solo sobrevive un pasajero llamado Hugh Williams. Casualité. El 5 de agosto de 1820, 24 pasajeros que iban a bordo de un velero que se había perdido por esa zona –debe ser una especie de Triángulo de las Bermudas a la europea- terminaron el día en una improvisada sardinada en el chalé de Neptuno, bueno, todos menos uno, el amiguete Hugh Williams, que parece ser que era más de carne roja. Así que ya ven, cómo podemos explicar esto. O bien los Williams forman una estirpe de tíos insumergibles, que no se hunden ni tras zamparse en la tasca del pueblo dos kilos de croquetas de plomo, o bien es una especie de Bruce Willis en el Protegido. Lo chungo es que uno vaya tranquilamente a Ibiza a pasar unos días de despiporre y de paso saludar a Pocholo, qué menos, y en medio de la travesía del Ciudad de Málaga se le presente un tipo que diga, A las buenas tardes, me llamo Hugh Williams. ¡Jorrlll! Aconsejo subirse en la chepa del cenizo y no soltarse hasta llegar a tierra.

Otra casualidad histórica bastante curiosa es la llegada de Hernán Cortés a tierras aztecas el 22 de abril de 1519, el día indicado para el regreso de Quetzalcóatl. Cuando Cortés, acompañado de una cuadrilla de españoles con un par de pelotas, se presentaron ante una jartá de indios que les gritaban ¡Quetzalcóatl! ¡Quetzalcóatl!, se quedaron con la copla y dijeron Pues vale, Quetzalcóatl de toda la vida. Y ya de paso vacilaron de caballerías, pulieron un poco las armaduras y prepararon las mechas de sus arcabuces por si había algún indio picajosillo que no lo terminaba de ver claro. Y gracias a esta casualidad pudieron durante un tiempo tener a raya a los aztecas hasta se percataron que no eran dioses, sino hombres, con los mismos miedos y necesidad de sobrevivir que ellos.

Por último, una de las casualidades que más me gustan es la relativa a Mark Twain, creador del mítico Tom Sawyer y Huckleberry Finn. Abrió un ojo en 1835, el mismo año en que pasaba el cometa Halley, y cerró el otro 79 años después, en 1910, el mismo año en que volvía a aparecer el cometa. Quizá lo trajo el cometa a la tierra, soltándolo entre los restos de su estela, para que sus escritos entretuvieran a millones de lectores y se lo llevó de nuevo con el para soltarlo en otro lejano lugar donde igual hay seres esperando desde hace años la llegada de un escritor que les narre las aventuras de aquellos golfillos del lejano Mississippi.

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