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Es uno de los grandes arcanos de la historia. Sobre él corren miles de historias y leyendas urbanas, en los que se pone en tela de juicio si de verdad poseía el elixir de la eterna juventud, si había descubierto de una puñetera vez la mítica piedra filosofal, o se trataba tan solo de un simple vendedor de crecepelos que se la metía doblada a la gente gracias a sus magníficas dotes oratorias.

Pues parece que nunca se sabrá, más que nada porque el Conde de Saint Germain desapareció de la noche a la mañana, tipo Publio Cordón, y desde entonces nadie sabe nada de ambos. El uno porque parece haberse evaporado gracias a sus elevados conocimientos nigrománticos, el otro dicen que gracias al Grapo, apenas con el First en Magia Borrás, aunque juran y perjuran que ellos lo soltaron en seguida…

El tal Saint Germain es posible que existiese, ya que eruditos de la talla de Voltaire o Rousseau lo nombran en sus escritos. Dicen que pudo nacer sobre el 1710, educado por la familia Médicis y que el pájaro sabía de todo: hablaba múltiples idiomas, podía teletransportarse, hacerse invisible, curar extrañas enfermedades, citar con los ojos cerrados la futura alineación del Betis de la temporada 81-82…

Desde luego, sus mayores logros fueron el haber encontrado –o decir que había encontrado- la Piedra Filosofal y poseer el elixir de la Eterna Juventud. Para los neófitos, la Piedra Filosofal es la sustancia que logra transmutar cualquier metal en oro. El sueño de un joyero, vamos. Durante siglos, miles de alquimistas, a los que deberíamos llamar protoquímicos, echaban el domingo tirando de Quimicema y Cheminova con la peregrina idea de encontrar aquella sustancia que les permitiese amasar un buen puñado de parné al transformar por ejemplo su geyperman de hojalata en un lustroso boliche áurico. También se dice que el Conde tenía en su poder un elixir que permitía lucir una piel tersa y suave, alejada del botox, y capaz de arruinar al estado si llegan a concederle una pensión de jubilación.

El Conde era un también un bocas, un vacileta, que lo mismo soltaba que se iba al Himalaya durante ochenta y cinco años –invitado quizá al dúplex del Yeti-, que aparecía el 14 de julio por la Bastilla a ver que se cocía por allí, incluso hay gente que dice que lo vio durante la revolución rusa de 1917, suponemos que con la camiseta del Che Guevara y el pañuelo palestino anudado al gañote.

Y como no podía ser de otra manera, como todo personaje bizarro de los que a mi me gustan, reapareció en 1970 ni más ni menos que en el programa Directísimo, del bigotudo y hoy pelón y gordinflas José María Iñigo. Delante de millones de espectadores –sin ser Eurocopa ni nada- el mago franchute convirtió un trozo de plomo en oro, ante los atónitos ojos de unos cuantos doctores en química que don José María llevó al estudio para evitar que el mago Florindo le diese el cambiazo con la medalla de oro de su comunión. Por cierto, que este programa se puede ver hoy en día en los archivos de RTVE, dicho sea por si alguien está interesado en ver impresionante evento.

Saint Germain dijo que encontró la sustancia mientras paseaba por su castillo -como el que encuentra una pieza del Tente detrás de un mueble- aunque también había recibido un soplo de Fulcanelli, otro crack en esto de la alquimia y autor por cierto de El Misterio de las Catedrales.

También tenía un líquido que resucitaba a los muertos, y no era precisamente el viejo orujo blanco, pero cerca. Iñigo comprobó sus efectos cuando fue a París a visitar al Conde. Al dar un garbeo por la city descubrieron un perro que estaba frito sobre la acera. Le inyectaron el Bálsamo de Fierabrás y el chucho, como si de un Lázaro canino se tratase, se puso en pie a duras penas, anduvo unos pasos y después estiró la pata mientras que lanzaba un terrible guau mirando a Saint Germain, que podría haberse traducido en ¡Joputa!

Para terminar con el caso del televisivo suceso, se descubrió posteriormente que el supuesto Conde era en realidad un tal Richard Chanfrein, un aventurero que había obtenido el polvillo mágico de un misterioso hombre que le dijo que lo utilizase siempre en público. Vivió de las transmutaciones en espectáculos parisinos, hasta que finiquitó el polvillo y se vio en la indigencia, terminando sus días y los de su segunda esposa suicidándose en su coche.

En fin, quizá Richard Chanfrein fuera un farsante, pero el polvillo transmutador logró transformar el plomo en oro delante de expertos que se tiraban de los pelos y maldecían la tabla periódica de los elementos, e igual el misterioso hombre que le pasó la farlopa alquímica era el legendario Conde de Saint Germain. Bueno, esperemos que Iñigo vuelva a hacer un programa del estilo, olvidándose del gran éxito del doblacucharas Uri Geller y fichando esta vez al verdadero Conde.

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