BODA FRIKI

Es curioso pero, en los tiempos que corren, donde parece que ya no nos sorprende nada, a veces, gracias a Dios, sucede algo inesperado, como por arte de magia, que consigue hacer tambalearse durante un breve espacio de tiempo nuestra ya casi inmune capacidad de sorpresa. Un servidor, curtido en los últimos años -para desgracia de mi bolsillo- en bodorrios de todo tipo y condición, tanto de familiares como de amigos, compañeros de trabajo o compromisos de diverso pelaje, nunca habría imaginado que en la boda de uno de sus antiguos compañeros de colegio iba a disfrutar de una de las mejores noches de su vida. Y menos aún cuando, en principio, la boda apuntaba maneras para ser un verdadero coñazo, ya que iba solo y apenas conocía a seis o siete compañeros del colegio con los que no tenía relación alguna y siempre me habían parecido unos auténticos gilipollas. Por cierto que con respecto a mi amigo, al que en adelante llamaré Pedro para evitar dar nombres y apellidos, tardé poco en descubrir si había sido uno de los que había invitado para fastidiarles y sacarles por lo menos el regalo de boda -lo que haría que elogiase aún más sus maquiavélicas ideas, hasta ese momento desconocidas para mi- o tan solo porque tenía cierto aprecio por mi persona. En fin, lo que tengo claro es que no sé si para la novia sería el día más feliz de su vida -cosa que dudo por cómo fue organizada-, pero lo que es para mi, desde luego no ha habido otro que lo haya superado hasta la fecha.

LA INVITACION

La primera noticia que tuve de la boda fue evidentemente con la invitación. Era sábado. Me encontraba tumbado tranquilamente en el sofá, zapeando compulsivamente entre películas de desgracias de Antena Tres, cutreces varias de Telemadrid, estúpidas consultas nigrománticas a cuadrillas de adivinos de saldo que se lo llevan muerto by the face, e incluso, mal que me pese, llegué a visualizar durante unos interminables segundos un poco del programa del petirrojo de Parada. Qué cosas. Cuando más a gusto estaba, recordando que el mes anterior había terminado de pagar el último plazo del coche y ya no tenía ninguna deuda y podía gastar el pequeño remanente que me quedaba en un viaje con mis amigos a Cuenca, llegó mi hermano con varios sobres. Nadie había mirado el buzón en los últimos tres días, por lo que en un momento acabaron en mis manos cuatro cartas inesperadas. Una de ellas era del banco, las otras dos eran unas clásicas del mundillo de la correspondencia. Una comercial, y la otra digamos que más casera.
«Ha sido usted agraciado con un Mercedes 500 en un riguroso sorteo ante notario y donde no han tenido tanta suerte las siguientes personas…» «Si quiere recibir el coche en breves días rellene este cupón y, si le interesa, la solicitud de información o forma de pago de la enciclopedia de comida maorí -imprescindible en cualquier hogar que se precie-, sin ningún compromiso por su parte…» Qué quieren que les diga, cuando a uno le mandan este tipo de cartas una semana si y la otra también, hasta un tipo crédulo como yo acaba llegando a pensar que a ver si todos estos supuestos premios van a ser un truco para vender productos inútiles para la mayoría de los mortales: El Gran Libro de los Insectos, El Sexo en la Tercera Edad -cinco volúmenes-, o la exclusiva colección de tres cedés con los Grandes Éxitos de Leiff Garret…
En cuanto a la otra carta, poco que contar. Se trataba de la clásica carta-cadena que si no la envía uno a diez personas en los ocho días siguientes de su recepción le puede pasar alguna desgracia a las primeras de cambio. Como a Guadalberto Flores -detallaba la carta-, que tras quince años dedicado al duro trabajo en el campo, y ocho de feliz matrimonio, viviendo en una humilde casa con su mujer y su suegra, no mandó la carta, por lo que al mes de tamaña osadía lo echaron de la plantación en la que trabajaba al liarse con la exuberante mujer del dueño, fue repudiado por su señora y su suegra, y terminó sus días en una isla del Caribe trabajando de socorrista en un hotelucho de mala muerte y dedicando sus horas de asueto a los cubalibres y al viejo fornicio. Hombre, yo no sé ustedes, pero para mi el tal Guadalberto más que un desgraciado me parece un monstruo. Y estoy seguro de que en muchos lugares del mundo, gentes como Guadalberto sueñan con la llegada de una carta como esa, hasta incluso más agoreras todavía, y por supuesto, con mandar al carajo eso de seguir la cadena, como hice yo.
Por último, abrí la cuarta carta, que por sus peculiares hechuras me dio en la nariz que se trataba de una invitación de boda. Al principio pensé que no era para mi pues la dirección que figuraba en el sobre era la de Pedro. Aunque curiosamente, en el remite si aparecía mi nombre, domicilio, provincia y distrito postal. En la parte superior derecha, donde debía ir el sello, se podía leer «Sin sello», escrito manualmente con rotulador rojo. ¡Qué cabrón! La verdad es que el tipo no era nada tonto. Mandaba invitaciones en cuyo remite aparecía la dirección de la persona a la que iba dirigida la carta, pero sin ponerle sello, y en la parte delantera escribía su propia dirección para que supiesen de quien se trataba. Cuando el cartero comprobaba que no había sello la devolvía al remitente que en realidad era el destinatario. Con estas tonterías, este singular economista se ahorraba unas pesetillas en los pesados trámites protocolarios que tienen estos eventos.
Pero no fue ésta la única sorpresa. Debo reconocer, aunque ahora me arrepiento, que cuando vi que realmente era una invitación de boda lo primero que grité fue: ¡Me cago en la puta, otra vez a soltar dinero! ¡Hala, a la mierda el viaje a Cuenca! Lo que pasa es que minutos después, cuando ya había digerido que por lo menos tendría que dar el dinero del regalo, empecé a valorar lo que había plasmado en aquellos escasos centímetros cuadrados de inmaculado papel blanco y en cuya esquina inferior derecha se podía leer, escrito en letras negras dentro de un pequeño rectángulo rojo, la leyenda Masagil 200, grajeas. Sí, sí. El bueno de Pedrito había reciclado las hojas de los blocks de publicidad que ofertaban los visitadores médicos y de los que por lo visto su futura mujer -podóloga- poseía una buena colección, destinándolos a un uso desde luego bastante práctico. De esto me enteré unas semanas después gracias a una cotilla tía mía que tenía un topo infiltrado en la familia de Pedro -la modista que ambas familias compartían-, y que le contaba las constantes cutreces del futuro contrayente.
La invitación no tenía desperdicio. Me hizo bastante gracia que delante de los nombres de cada uno, apareciera escrita su titulación. Así se podía leer, el Ingeniero Pedro… y la Doctora -llamémosle Laura…-, tienen el gusto de invitarles a su enlace que tendrá lugar en la ermita de San Max Quetiú de la villa… Nunca lo había visto antes pero, tenía cierto arte, la verdad. Otra cosa bastante curiosa consistía en que en la propia invitación figurase parte del menú que se iba a ofrecer a los comensales. Comprendí acto seguido que formaba parte de la estrategia ahorrativa que Pedro se había trazado. El cabroncete del ingeniero -la leyenda decía que perito- indicaba que en la elitista Casa Nati-Asador Castellano, servirían entre otras platos solomillos de vaca de siete años, uséase, vaca vieja. Chúpate esa Villalobos. Imaginé la cara de Pedro cuando ideaba su maquiavélica jugada, dibujándose en su mente una larga lista de invitados de la que de buenas a primeras comenzaban a caer de la convocatoria uno tras otro hasta dejarla en poco más de la mitad. Y de los que quedaban la mayoría eran familiares y no tenían más huevos que ir, que si no… Estoy convencido que lo tenía todo perfectamente estudiado. Seguro que pensaba que nadie le podría reprochar nada, pues si no que no fuese, y si ocurría algo de eso de las vacas locas, como los efectos decían que no se producían hasta pasados diez años, pues nada, que le fueran a él dentro de diez años y demostrasen que habían cogido la enfermedad en su banquete de boda y no en cualquier burguer o restaurante chino en el que hubiesen degustado la vaca vieja junto con jugosos tropezones de rata de la ribera del Manzanares o exquisitas croquetillas de perro gernoso. Además, seguro que por aquellas fechas si hubiese sido delito ya estaría prescrito. Yo desde luego fui de los que se arriesgaron. Era como jugar a la ruleta rusa, solo que en lugar de balas con solomillos. Con todo lo que estaba leyendo, como para perderme la boda. Vamos, ni aunque pusieran pollos y cocacola belga, rabo de toro descabellado a la antigua usanza, marisco ilegal traído de estrangis de Galicia, vinillo peleón, whisky de la garrafa del tío Emilio, o el camarero tuviese fiebre, aunque fuera actosa.
La parte final de la invitación fue, sin lugar a dudas, la que consiguió que elevase al bueno de Pedro de la catalogación de simple mortal a la categoría de mito. En poco menos de dos líneas comenzaron a aparecer ante mis ojos una serie de dibujos y signos matemáticos de diversa índole, aunque eso si, comprensibles para todo el mundo, que es lo que lógicamente buscaba su autor. Para no aburrir con pesadas explicaciones de cada dibujo y signo resumiré las intenciones manifiestas del futuro anfitrión. Indicaba en primer lugar que si el cubierto le costaba siete mil pesetillas, el regalo debía ser igual o mayor al precio del plato, debiendo abstenerse de ir aquellos que fueran a regalar algo de menor cuantía. Lo indicaba claro, apareciendo a modo de recordatorio el número seis mil quinientos tachado con una cruz negra.
Una renglón más abajo se rogaba a los invitados que no llevasen a sus hijos, salvo en caso de fuerza mayor. Junto al original ruego, entre paréntesis, La frase SE GRATIFICARA, apareciendo a su lado el dibujo de dos filetes superpuestos, que deduje que indicaban algo así como que aquellos que no llevasen a ningún miembro de su prole serían recompensados con ración doble. Todo un detalle. Observé intrigado además que al final de todo el texto de la invitación aparecía una misteriosa jota dentro de un pequeño cuadrado de bordes rojos. La verdad es que en ese momento no caí en cual podía ser el significado de tal símbolo. Y mira que le di vueltas a la cabeza intentando pensar por unos segundos como mi amiguete Pedro. Pero nada, ni por esas. Bueno, me dije, seguramente sería una más de las múltiples sorpresas que me depararía la boda.
Por cierto, casi se me olvidaba la última sorpresa que escondía la invitación. Una pequeña tarjetita indicaba un plano, digamos que elemental, de cómo llegar al asador situado en las afueras de Madrid. Teóricamente poco más de cuatro rayas servían para orientar a los hambrientos invitados del convite. Incluso se había estirado dibujando una glorieta donde unas flechas cutres a la par que sospechosas marcaban el camino a seguir. Por supuesto mis sospechas, tratándose de Pedro, se confirmaron en pocos días. Gracias al topo al que me referí antes, mi tía Mercedes me confesó en petit comité que mi compañero de colegio había elaborado dos mapas casi idénticos del itinerario a seguir. El verdadero lo mandaba en la invitación de familiares y demás personas en las que estuviera interesado en su asistencia. El falso en la de aquellos cuya ausencia no trastocara en exceso el desarrollo de la boda. Evidentemente yo era una de esas bajas que no serían añoradas por la concurrencia. Pero con lo que no contaba Pedrito era con mi astucia -joder, parezco el Chapulín Colorado- a la hora de descubrir pistas falsas. Aquellas flechas gurruminas indicando un camino prácticamente contrario al inicial me resultaron desde un primer momento muy extrañas. Lo que no sé yo es si otros invitados advirtieron el timo o sin embargo hicieron caso al plano y en lugar de Casa Nati-Asador Castellano acabaron la noche cerca de Andújar, un tanto mosqueados eso sí por lo lejos que parecía estar el asador de los cojones. Desde luego, en el convite había bastantes platos vacíos, así que no sé yo…
Una vez que terminé de leer aquella joya del papel escrito, superior incluso me atrevería a decir que el Perséfone de Ricardo Bofill, respiré hondo, conté hasta diez, y de nuevo repasé línea a línea el contenido de la invitación. Sí, aquello estaba sucediendo. Había sido invitado a la boda de un tipo al que no veía desde hacía lo menos once años, del que por cierto nunca había sido gran amigo, pero que prometía ser un bodorrio como mínimo curioso. Cuando mi tía me puso al corriente algunas de las circunstancias de la boda, mis deseos de asistir aumentaron considerablemente. Por lo visto Pedro no tenía nada de ganas de casarse, lo suyo era más bien vivir en pecado. Vamos, el amancebamiento puro y duro. Pero fue su futura mujer la que a base de machacar día tras día al pobre muchacho la que consiguió al final cambiar las constantes negativas del pobre Pedro por un definitivo y exaltado ¡Que sííííííí, coooñooooo! También hay que reconocer que el Pedrichi sufrió el cruel castigo de la abstención de la carne por parte de su entonces novia Laura, hasta que ésta no escuchó de sus labios la afirmación tan insistentemente requerida. No podía siquiera rozarle un pezoncillo de refilón sin que la pesada de su novia comenzase con lo de ¡Hasta que no haya fecha de boda, ni catarlo!, ¡El que quiera peces, que se moje!, y demás cosas por el estilo que hacían que Pedro contestase siempre lo mismo, repitiendo constantemente como un loco ¡Ooooooootra veeeezzz! Pero en fin, al final claudicó, cosa que por cierto ahora se lo agradezco en el alma. Lo mejor de todo fue que estableció como condición sine qua non para pasar por el altar la de que la boda fuera organizada por él mismo y bajo tal salvaje sistema de reducción de gastos que si se descuida un poco le saca dinero hasta a los invitados.
Así estaban las cosas. Como para perdérselo, me dije. Supongo que la vida a veces le da a uno oportunidades como ésta, y tengo claro que lo que no se puede hacer es desaprovecharlas, pues nunca se sabe si volverán a repetirse en el futuro.
Total, que saqué la artillería pesada y marqué con mi rotulador Carioca rojo -utilizado ya sólo para las grandes ocasiones- el día veinte de octubre de dos mil uno, sábado, sobre el almanaque de tías en bolas que un camionero al que resolví un complicado pleito me había regalado el año anterior, y que por supuesto volví a ocultar en un lugar secreto, a salvo de las imprevisibles batidas de limpieza que cualquier madre suele realizar esporádicamente en bastiones casi inexpugnables, como por ejemplo puede ser el cuarto de cualquier hijo de vecino. Que si, que ya me vale, que con treinta y pocos tacos y trabajando, todavía en casa. Pero es que la cosa está muy mal. Y a esta edad, con lo que gano no me da para una hipoteca que pueda asumir sin quedarme tieso, así que en lugar de irme a vivir a un piso compartido con tres gañanes y hartarme de pasta y salchichas, pues nada, como en el hogar paternal no hay nada. Cuando no salgo por ahí de gaseosas con los amigotes, me quedo en casita, con mis pantuflillas, mi colacao calentito, y a tirar de películas bajadas de internete o bien a echar interminables partidas de Risk con mi vecino Anselmo, ex capitán de artillería jubilado, que por cierto se pone de muy mala leche cuando pierde, dando lugar a que saque entonces el viejo máuser que tiene en un armario y que me persiga siempre encañonado hasta la puerta de mi casa.
En fin, lo importante es que desde el día de la recepción de la invitación mi vida cotidiana experimentó una notable mejoría a nivel emocional, llegando a rozar el éxtasis el inolvidable día de la boda.

LA CEREMONIA

Nunca podré olvidar aquella lluviosa mañana de octubre. El día había amanecido totalmente cubierto de nubes. Espesas y oscuras nubes preñadas de ingentes cantidades de agua que no respetaron por mucho tiempo las angustiadas oraciones de la novia a Santa Clara -a quien por supuesto ofreció una cesta de huevos-, San Pancracio, San Lucas -patrón de los médicos-, e incluso algunos dicen que a Mariano Medina, que por pedir…, y que dieron a luz diluvios tan torrenciales que hasta al mismísimo Noé se le habrían rizado las barbas del acojone. Pobre novia, pensé, la primera en la frente.
Mientras descolgaba el traje de la percha, comencé a leer un breve folleto que hablaba de la historia de la ermita de San Max Quetiú de la Villa. La verdad es que jamás había oído hablar antes de semejante ermita. Según explicaba el tríptico, su nombre se debía al padre Máximo Quetiú, para los fieles el padre Max. Por lo visto era un viejo sacerdote catalán que a principios de los años sesenta había creado un pequeño centro de meditación y recogimiento a unos pocos kilómetros de Madrid. Resultó entonces que la gente comenzó a visitar al padre Max para pedirle consejo, pues su reputación de hombre sabio corría de boca en boca por toda la capital, tanto en ambientes selectos como en los del pueblo llano. También circulaba el rumor de que el padre Max realizaba milagros. Y claro, por lo que deduje del folleto, la banda se vino arriba y empezó a visitar al sacerdote para pedirle no ya curas de complicadas enfermedades, salud para la abuela o que el Antoñito sacase la reválida, sino televisores con todas las letras pagadas, esposas tipo Sofía Loren o un catorce en la quiniela del domingo. Entonces el cura dijo ¡Hasta aquí hemos llegado, Perico!, y dejó de recibir a aquella egoísta feligresía que prefería los bienes materiales a los espirituales. Aunque como siempre pasa, hubo una excepción. Un caluroso domingo de junio, un rico empresario se presentó en casa del padre Max y le pidió ayuda para salvar una situación desesperada. Según parece, el honrado empresario estaba dando en esos momentos una fenomenal comilona con unos clientes muy pero que muy pudientes, en un chalet no muy alejado de la casa del sacerdote. Sus hijos, los de los clientes y otros amiguitos de padres bien situados, también disfrutaban de una agradable tarde en el jardín. Pero sin saber cómo, los criados habían olvidado comprar refrescos para los niños, al igual que algún que otro aperitivo de calidad para los mayores. Que alguien iba a ser despedido estaba más claro que el caldo de un asilo. Y como era domingo y todavía no existían los veinticuatro horas, ni abrían los corteingleses, ni demás establecimientos de tan leal competencia, el pobre empresario estaba en tris de decepcionar al personal y seguramente perder un negociete de muchos millones. El padre Max le dijo que de milagro nones, que les largase agua con limón a los niños y cortezas a los mayores. Discutieron durante más de media hora. Al final la cosa se resolvió con la promesa por escrito del empresario de la construcción; si conseguía un milagro de categoría, de una catedral; si era un milagro mediano, de una parroquia; si era un milagro de medio pelo, vamos, para salir del paso, de una pequeña ermita.
Hombre, tan de medio pelo no lo veo yo. El bueno del sacerdote se metió en la cocina y por arte de birlibirloque consiguió convertir siete garrafas de agua en siete garrafas de cocacola y fanta de naranja, cuatro litros de sifón en un excelente vino espumoso, e incluso convirtió tres fuentes de gusanitos en tres soberbias bandejas de langostinos. Vamos, que si hubiera conseguido convertir la pata de gallina que tenían para el caldo en un jamón serrano, el padre Max se hubiese partido la camisa -mejor dicho la sotana- allí mismo, delante de los invitados. Pero en fin, lo importante es que el empresario cumplió su promesa y construyó una ermita en aquel lugar apartado de la mano de Dios.
Con el tiempo, la ciudad se expandió tanto que la solitaria ermita se vio rodeada de la noche a la mañana de todo tipo de construcciones. Y como pasa siempre, sus nuevos vecinos resultaron pertenecer a los sectores más desfavorecidos de la sociedad. La ermita, cuando yo fui a la boda, se encontraba situada en medio del extrarradio de un suburbio. Seguro que tal situación no fue elegida al azar, conociendo a mi amigo. Apuesto que más de uno se rajó cuando supo donde se celebraba la misa. Hasta yo estuve tentado. Sobre todo cuando el taxista que me llevó a la ermita me contó que Charles Bronson quiso rodar Yo soy la justicia en la barriada a la que me dirigía. Pero por lo visto cuando iba a localizar exteriores con los técnicos vio a tal cantidad de tipos con cara de pocos amigos y ganas de decirle algunas cositas que incluso a un tipo tan duro como el bigotes se le pusieron de corbata. Tanto que acabó rodando la peli en Chicago, donde según cuentan dijo: «los psicópatas, asesinos, veteranos de Vietnam locos y demás fauna que puebla la ciudad son unos inocentes pandilleros de tercera comparado con lo que yo he visto en una barriada de Madrid». Vamos, que cuando yo me bajé del taxi y crucé los cincuenta metros que separaban la calzada de la ermita, con sólo imaginar que de un momento a otro apareciesen por detrás el Jaro, el Torete o el Chirri y me quitasen hasta los braslip azulitos que mi abuela me compra en el mercata, casi me hago caquita. Si el que de verdad parecía un delincuente era yo, solo que del siglo de oro, atravesando como una exhalación los escasos cincuenta metros que me separaban de la ermita para obtener la invulnerable protección de sagrado. Menos mal que el chaparrón que caía en ese momento me sirvió de coartada para justificar mi faceta oculta de sprinter.
Pero lo importante es que llegué. Aunque reconozco que durante unos segundos estuve dándole vueltas a la cabeza preguntándome qué coño hacía yo allí. Hasta me acordé de algún ascendiente cercano de mi buen amigo Pedro. Pero en fin, los naipes ya estaban repartidos y no había vuelta atrás. Así que allí estaba yo, a las ocho en punto como indicaba la invitación de marras. Coño, ni Willy Fogg.
Con la carrerita no me había dado cuenta de la cantidad de gente que había en la ermita. Quizá también sus reducidas dimensiones y el respetable número de personas lograban hacer creer que la cantidad de invitados era mucho mayor de la esperada. Aunque había que contar con que por lo menos la mitad de los presentes tenían plano falso, así que el número de comensales se reduciría mucho. Si bien, las expectativas del novio de un mayor numero de bajas por celebrar la misa en una especie de Fort Apache -más bien el fuerte Comansi- no se habían cumplido, no sabemos si porque la gente tenía un buen par de pelotas o porque tenía más hambre que el que se perdió en la isla. Lo cierto es que la peña se agrupaba en pandillitas mientras que el menda se situaba en una esquina, junto al confesionario, intentando disimular la colgaera que tenía. Menos mal que en ese momento entró la novia a la ermita y tuve que sentarme en un banco junto a otros invitados, sintiéndome por primera vez, durante el tiempo que duró la ceremonia, como parte de un grupo.
Y menudo grupo. Resultó que me había sentado al lado de los cuatro loros con más mala leche que jamás había visto en mi vida. Además de criticonas, feas, de esas que el médico nada más traerlas al mundo le dice a su madre que ha tenido una soltera. Vaya lenguas viperinas gastaban las muy brujas. Encima eran de la familia de Pedro. Toma ya, el enemigo en tu propia trinchera. Cuando apareció la novia con su padre, casi les sale humo de la boca de todo lo que estaban largando. Que si vaya vestido más horrendo y barato; que si Puri le había dicho que por lo visto los padres debían más que Alemania después de la guerra; que si vaya cara de guarra; que si olía a penalti en tiempo de descuento; que si menudas patillas gastaba la novia; que si cómo había podido entrar el padre por la puerta con los cuernos que tenía… Cuando sus ojos apuntaron hacia Pedro y su madre, tampoco se puede decir que los comentarios con que obsequiaron a madre e hijo fueran muy agradables. Que gorda se nos ha puesto Clarita; vaya pinta de escocido tiene el primo Pedro; que mal le sienta el chaqué a algunos; al final parece que la peineta se clavó bien…

Esto último consiguió despertar mi curiosidad. Menos mal que uno de los loros -la única joven de las cuatro- no sabía la historia de la peineta y las otras tres se la contaron entre malévolas risas en voz baja. Según parece, doña Clarita, la madre de Pedro, no conseguía que le fijasen la peineta a la cabeza, a pesar de la abundante pelambrera de la dama. Por muchos alfileres que se le colocasen, siempre terminaba cayéndose. En un día tan especial, los nervios tardaron poco en estallar, dando lugar a que la madrina soltase tal cantidad de insultos contra la joven peluquera que la peinaba en casa, que dejaron a la pobre niña pálida, boquiabierta y con las manos más temblorosas que las de Michael J. Fox en Regreso al Futuro IV. Menos mal que llegó el abuelo Nicolás, un tipo de mucho carácter. Harto de tanto alboroto, analizó la situación durante unos segundos, y ¡Plasss! Cogió la dichosa peineta, dio un rodeo a su hija y se la clavó con fuerza en la cabeza, cual banderillero en Las Ventas. Y además al quiebro, pues la madre de Pedro lo vio venir y casi le endiña si no llega a estar rápido de reflejos. La peineta ya casi no se movía, pero Clarita seguía en sus trece de que sí. Cuando Nicolás -picapedrero asturiano jubilado- dijo que iba a por su martillo de currela para rematar la faena, a su hija casi le da un tabardillo. Una cosa eran las gotitas de sangre que asomaban por el cuello debidas a los arañazos que las púas de la peineta habían ocasionado tras el certero banderillazo, y otra muy distinta que el bestia de su padre la dejase clavada a la silla de un soberbio golpe de martillo. Asi que nada, le dijo a su progenitor que el españolísimo adorno estaba más fijo que el puesto de un funcionata de correos y salió de casa echando mistos.
Casi suelto una carcajada con la historia que contaron las cacatúas. La putada era que yo no me podía reír porque se suponía que estaba atento a lo que decía el cura y no había oído nada de lo que contaban aquellas cotorras. Y encima, la risa histérica de una de ellas contagiaba a cualquiera que estuviese en los bancos cercanos, tanto delante y detrás, como en los laterales. Dándose el caso de que en seis bancos de la parte final de la ermita la gente estuviese descojonándose sin saber por qué, con esa típica risa idiota que da en aquellos lugares en los que uno no puede reírse, tapándose la boca para no llamar la atención, mientras yo mantenía el tipo estóicamente, sin mirarlas a ellas, pero con dos lagrimones a punto de resbalar sobre mis mejillas, que más que aguantando la risa parecía que estaba viendo un episodio de La casa de la pradera. Hasta que alguien -un coletas de poco aguante que había dos bancos detrás- estalló. El ¡Jua, jua, jua, jua, jua! retumbó en toda la ermita. Gracias a ello, todos aquellos que habíamos estado aguantando la risa estallamos al unísono tras escuchar al coletas. El estruendo que se formó dejó helados tanto a los novios y sus respectivos padres como a los invitados de las filas delanteras. Parecíamos el público de cualquier programa cutre de chistes. Aunque me esté mal decirlo, me lié a dar puñetazos en el banco en el que estaba sentado, supongo que para desahogarme del ataque de risa que tenía. Recuerdo que los cuatro loros se me quedaron mirando, sorprendidas a la par que mosqueadas por las carcajadas que estaba soltando, hecho que motivó que mis alocados gritos aumentasen de una manera directamente proporcional a su cara de asombro. Que mal rato. Aunque no lo parezca, resulta bastante angustioso no poder parar de reír cuando uno sabe que está obligado a hacerlo. Gracias a Dios, aquello tan sólo duró un par de minutos. Pero faltó poco para que el padre Marcelo me atizase con un cirio del doce y medio. Suerte que los monaguillos de la ermita estaban bastante cachas.
Una vez restablecido el orden, la ceremonia continuó. Yo me tapé la cara con las manos, mirando hacia el suelo, y no cambié de postura hasta que finalizó la misa. Sintiendo en todo momento los ojos de las culpables de mi ridículo clavándose en mi persona cual afilados cuchillos jamoneros. No me enteré ni de cuando los contrayentes dijeron el sí quiero, ni de cuando se dieron el cinematográfico piquito, ni de cuando se hicieron las fotos familiares en el altar. Una vez que me quedé solo en el banco tras marcharse mis hipócritas vecinas a felicitar a la -guapísima tocaba ahora- novia, me levanté disimuladamente, sin poder evitar ser reconocido por el coletas, quien se acercó hasta mi y me dio dos palmaditas en la espalda mientras soltaba ¡Qué grande eres! Menudo cabrón, como si él no hubiese tenido culpa alguna de la carcajada general. Anda que si en ese momento llego a tener unas tijeras…
Entre besos y felicitaciones se echó el tiempo encima. Para la misa de nueve tan sólo faltaban cuatro minutos, por lo que el padre Marcelo gritó por última vez que por favor abandonasen la ermita. Dos monaguillos le intentaban echar una mano en el desalojo, mientras que un tercero platicaba con un barbudo que solicitaba una fecha para la comunión de su hija. Parece ser que el barbudo estaba muy interesado en que le dieran una fecha, dando tanto calor al joven monaguillo que éste tuvo que comunicárselo al cura para ver si se lo quitaba de encima.
Don Marcelo estaba tan ocupado gritando como un poseso para que la gente se marchara y dejase que los fieles de la misa de nueve pudiesen entrar tranquilamente, que no hizo ni puto caso a los comentarios del pobre monaguillo.
-Don Marcelo, que aquí hay un hombre que se llama Iván Romero que dice que cuándo puede hacer la comunión su hija.
-¡Hagan el favor de salir de la ermita de una vez!
La gente seguía dándole abrazos y besos a los novios y a los familiares.
-Don Marcelo, que aquí hay un hombre que pregunta que cuándo puede hacer la comunión su hija.
-¡Que hay misa de nueve! ¿No pueden felicitarse en la calle?
Allí no se movía ni el gato. Mientras, el barbas seguía presionando al monaguillo erre que erre.
-Don Marcelo, este señor que se llama Iván Romero, esta interesado en celebrar la comunión de su hija y quiere saber las fechas disponibles-repitió de nuevo el monaguillo, que se estaba poniendo también bastante nervioso con los toquecitos que el barbas le daba en el hombro constantemente para que se acercase al cura.
-¡Que llamo a la guardia civil!-chilló con potencia don Marcelo, invocando a la Benemérita para intentar dispersar a la multitud.
Hasta que al monaguillo se le inflaron las pelotas y cogió el micrófono y gritó:
-¡Don Marcelooooo! Que aquí hay un tal Iván que dice que…
No pudo ni terminar la frase. Un silencio sepulcral se apoderó de repente de la ermita. Duró poco porque cuando la peña miró al barbas soltó un estridente ¡Aaaaaaaahhhhhhhh!, seguido de ¡Un talibán!, ¡Un talibán! Los que segundos antes no se movían ni a la de tres, cogieron las de Villadiego a una velocidad vertiginosa. Era curioso ver a enjoyadas viejas pellejas y a orondas rubias de bote saltar cual gacelas los nada bajos bancos de la ermita. Parecía una cruenta carga de hooligans atiborrados de cerveza. Don Marcelo no se quedó atrás, gritando constantemente ¡Los curas primero! ¡Los curas primero!, mientras corría como una liebre en dirección a la puerta.

Hubo pisotones, patadas, gritos. Recuerdo sobre todo el de un asturiano, tío-abuelo de Pedro, que cuando estaba a punto de llegar a la puerta de la ermita se cayó al suelo, y justo en ése momento una gorda que venía detrás le pisó las partes nobles con su afilado tacón de aguja. El pobre lanzó agudísimo ¡Aaayyyyy, muéromeeee! que me puso los pelos de punta.
Yo, gracias a Dios, debido a la vergüenza que había pasado minutos antes, me marché fuera nada mas terminar la ceremonia, a hacer imaginarias en la puerta del Fuerte Comansi, por lo que me encontraba en el exterior de la ermita cuando a la gente le dio por arrasarla al intentar escapar de allí como alma que lleva el diablo. Lo que más me impresionó fue la triste pinta con la que acabaron los novios. La pobre novia que una hora antes parecía Sissí Emperatriz, ahora resultaba clavadita a Alaska en su época de Los Pegamoides. El pelo se le había quedado alborotado, incluso de punta en algunos lados gracias a los restos de laca. El vestido, que antaño presumía de una nada despreciable cola, había acabado convertido poco menos que en la andrajosa minifalda que gastaba Jane, la concubina de Tarzán. Y las medias, bueno, por llamarlas de alguna manera, estaban más rajadas que el gañote de un tragasables hindú.

El novio tampoco es que hubiese quedado mucho mejor. Las mangas del chaqué junto con las de la camisa se habían evaporado, dejándole un aspecto de boys de despedida de soltera más que de novio. En el pantalón, un par de rajas a la altura de las rodillas y los falsillos totalmente descosidos. Tenía un zapato sí y otro no. Lo gracioso es que la gomina a prueba de bombas que se había puesto –Patrico, como buen clásico-, no dejó que se le moviese un pelo en la refriega. Vamos, que sólo le faltaba el paquete de Ducados colocado en el hombro de su chaqué sin mangas para convertirse en el modelo a imitar por todos los macarras de barrio bajo con intenciones casaderas.
Triste fue también la paliza con que obsequiaron al pobre Iván Romero. La pequeña colonia asturiana invitada a la boda se abalanzó en tromba hacia él mientras se encomendaba a don Pelayo para que les protegiera en su arriesgada acción guerrera. Al pobre hombre lo agasajaron con un peculiar banquete. En el aperitivo lo sorprendieron con una improvisada caponea general; de primero se desmarcaron con un soberbio revuelto de hostias; para el segundo plato se recurrió al clásico puentepalo; y de postre, qué mejor para una buena digestión y mejor siesta que un buen gancho de derecha. Y qué derecha. Ni más ni menos que la de Ramonín, un tiparraco con el brazo más desarrollado que el de un pajillero de quince años. Cuando al fin se aclaró todo y don Marcelo, algo magullado, preguntó qué es lo que quería aquel buen hombre, éste no pudo pronunciar ninguna frase coherente, más que nada porque ya no tenía dientes, y tuvo que ser su mujer, que había llegado en el momento final de la trifulca, la que gritó entre sollozos:
-Que ¿qué quería? Pues casi nada. Venía a por la solicitud de fecha para la comunión de nuestra Desi y se va a ir con la de extremaunción para él. Desde luego que si sale de ésta no me extrañaría nada que echase el curriculum a los talibanes. Y todo gracias a ustedes.
Ante tremenda metedura de pata, no crean que los autores de la paliza se disculparon, que vá, sino que comenzaron a recoger los bancos y mientras aparentaban contemplar los frescos de la ermita o silbaban como si allí no hubiese pasado nada se escaqueaban disimuladamente para librarse de los merecidos reproches con que los obsequiaba la mujer del supuesto talibán.
El resto de los presentes, una vez puestas las cosas en orden, ayudaron como pudieron a adecentar la ermita. De entre los bancos se llegó a sacar a más de un infeliz, víctima de la marea humana que durante breves momentos había asolado el santo lugar. Yo también eché una mano en lo que pude. Ayudé a levantarse a las señoras mayores, barnicé de mercromina –casi por completo- al desgraciado de Iván Romero, bajé a todos los invitados que habían quedado enganchados en los hierros de alguna de las lámparas de poca altura que abundaban por la ermita… Bueno, no a todos. Cuando me acerqué a uno que se había quedado enredado en la lámpara por los pelos, pese a que no soy un tipo rencoroso, al llegar a su altura -más bien a la de su cintura- no pude evitar darle dos palmaditas en la espalda y decirle ¡Qué grande eres, coletas! Y me largué de allí, dejando al pobre chaval rebuznado como un descosido para que lo bajasen de la lámpara. Si, ya sé, eso es de cabrones pero… y lo a gusto que me quedé.
En la puerta de la ermita ya estaban los primeros taxis que los invitados habían pedido para salir de allí a toda pastilla. Hubo algunos que dudaron entre pedir un taxi o una ambulancia. Los novios y sus padres correspondientes se montaron en la seat trans en la que había venido Laura, y según contaban se dirigirían primero a sus casas para cambiarse de ropa antes de verse de nuevo las caras con los invitados en el asador castellano. La pobre novia iba hecha un mar de lágrimas. La madrina, contenta porque entre tanto rifirrafe la mantilla no se hubiese movido ni un sólo milímetro. El padrino, dolorido, pues a pesar de no formar parte del clan de los asturianos, se metió e incluso se vino arriba en la caponea que éstos le dieron al bueno de Iván, pagando ahora su excesivo ímpetu con una inflamación amoratada en el nudillo de su dedo corazón. Y Pedro, como no podía ser de otra manera, haciendo cálculos mentales de las personas que se quitaría de en medio cuando le mostrasen al taxista el plano con la dirección falsa.
Mi taxi llegó justo en el momento en que los primeros elementos del lugar comenzaban a peinar la zona. Entré de milagro, pues cuando me disponía a meterme por la puerta de atrás, se colaron en el mismo tres personas más. Un tipo pequeñajo se situó delante, y un tío pelirrojo y una de las rubias de bote gordas que saltaban los bancos cual gacelillas se pusieron detrás. Cuando cerré la puerta, la primera frase que se oyó fue ¡Vámonos de aquí cagando leches!, soltada por el enano que iba junto al taxista. Parecía la típica secuencia de película en la que los malos están a punto de pillar a los protagonistas y en el último segundo estos arrancaban a tiempo el coche y se escapaban del peligro. Eso en Estados Unidos, en el cine made in Hollywood, siempre queda muy salao, más que nada por que el coche suele arrancar a la primera. Sin embargo, seamos realistas, estábamos en España. Al taxista se le caló justo en ese momento, y no había manera de que aquello arrancase, pese a que el hombre juraba y perjuraba que no le había pasado algo así en su vida. Al final tuvimos que salir de la minifortaleza donde nos habíamos atrincherado contra los sioux, y empujar como condenados para ver si arrancaba la burra de una vez. Y la gorda no se crean que salió fuera a echar una mano, sino que se quedó dentro del coche, dejando su voluminoso peso muerto de regalo, junto con el del taxista, que tampoco era precisamente Gandhi, consiguiendo que tuviésemos que dejarnos la piel para que aquello echase a rodar. Porque el enano empujaba fuerte, aunque apenas sobrepasase la altura del maletero. Y el pelirrojo tampoco lo hacía mal, dando extraños bufidos fruto del esfuerzo que estaba realizando, llegando a tener la cara tan roja, tan increíblemente encendida, que parecía el gusiluz forzudo.
Menos mal que logramos por fin nuestro objetivo, justo cuando un tipo con el careto picado de viruelas comenzaba a abrir una gigantesca navaja, sin nada que envidiar a las que gastaba Jose María el Tempranillo.
Durante el trayecto me gané la amistad del enano y del pelirrojo al descubrirles la estrategia de Pedro sobre los dos tipos de planos. Los tíos se quedaron flipados. Jamás de los jamases se habían visto en una situación igual. Sin embargo, tras unos minutos de reflexión, comenzaron a contemplar la figura de Pedro desde otra perspectiva, exactamente igual que me había ocurrido a mi cierto tiempo antes. Y por supuesto, también empezaron a mitificarlo. La única que no se lo creyó fue la gorda, quien curiosamente tenía uno de los buenos. Ni siquiera cuando le enseñamos nuestros planos con las direcciones equivocadas. En su cabeza no cabían nuestras absurdas hipótesis sobre los maquiavélicos planes del bueno de Pedro. Tan sólo se trataba de envidia, según ella. Así que la oronda señora se decidió por hacernos el vacío, mientras intentaba hacer pandilla con el taxista pidiéndole canciones muy del gusto de su gremio.

-Ande jefe, póngame usted alguna coplilla del RadiOlé.

El pobre taxista, que estaba alucinado desde que montó a la peculiar cuadrilla en su posesiones, apenas podía dar crédito de las teorías sobre las tácticas de Pedro para su propia boda, ni de los enganches de los otros tres con la gorda, por lo que sintonizar en su emisora favorita una copla del Fary fue quizá lo mas normal que escuchó mientras duró el trayecto.
Lo que nunca podré olvidar fue la cara de extrañeza que pusieron los ocupantes de los dos taxis que circulaban detrás del nuestro cuando al rodear la glorieta, nosotros seguimos por un camino y ellos por otro. Seguramente pensarían que estábamos equivocados y que el suyo era el correcto. Inocentes. Lástima que en uno de ellos tuvo que ir el coletas -salvo que nadie le ayudase a bajar de la lámpara- porque no lo volví a ver en toda la noche.

El BANQUETE

Tras media hora de recorrido, en el que por algunos momentos llegué a pensar que me la habían vuelto a jugar y que el taxista estaba compinchado con Pedro, por fin llegamos a Casa Nati-Asador Castellano. Abonamos el importe no sin antes tener sus más y sus menos con la gorda. La buena mujer alegaba que desde cuando las señoras pagaban algo si había hombres delante. Parece ser que no topó con los caballeros que ella acostumbraba a tratar porque nada más terminar con sus curiosas teorías la rodeamos entre los tres, le dijimos cuatro o cinco burradas y la amenazamos con llevarla de nuevo al lugar del cual veníamos, cosa que por cierto no debió atraerle en demasía pues al instante abrió su diminuto bolsito de boda y aflojó la mosca como una campeona. Una vez saldada su deuda, corrió hacia la puerta del asador mientras nos deleitaba con una tremenda sarta de insultos referentes a la educación y a no sé qué más cosas.
Para llegar al asador había que atravesar una pequeña arboleda tras la cual aparecía una larga cuesta del catorce por ciento en cuyo final se encontraba nuestro objetivo. Justo en el momento en que empezábamos a subir la cuesta, tres rayos, con sus respectivos truenos posteriores, iluminaron el destartalado caserón elegido por mi amigo para dar el convite.
-¡Treeeeesssss!
El grito lo dio el chiquitín de la pandilla. Entre las gafas de culo de baso y la nariz puntiaguda, por un momento dudé si el que caminaba a mi lado era el enano del taxi o el conde drácula que salía en los teleñecos. El pelirrojo me lanzó una mirada de sorpresa y se encogió de hombros, como diciendo que no lo conocía de nada. Aunque el suceso pasó enseguida a segundo plano cuando contempló el desvencijado edificio en el que íbamos a pasar las siguientes cinco o seis horas. Si aquél no era el caserón de Psicosis, poco le faltaba. Conociendo al que lo había alquilado, no me hubiera extrañado nada que el siniestro relaciones públicas que nos atendió durante la boda tuviese arriba en una mecedora a su madre, con el pañuelico encasquetado y frita desde hace dieciséis años.
-Bueno, quién dijo miedo-dijimos los tres al unísono.
Y empezamos a subir. Al principio parecía que la cosa iba bien, y nuestros pulmones rendían a la perfección, logrando llevar un ritmo bastante pistonudo durante un buen rato. Pero claro, aquello no podía ser tan bonito. Y nos pasó como cuando uno echa con los amigotes el típico partido de futbito después de años sin jugar, donde los primeros diez minutos son una orgía de pases, carreras y desmarques de los que quiebran la cintura del contrincante. Pero desgraciadamente siempre se trata de un espejismo. Al volver de nuevo a la tierra tras los minutos de la basura que el cielo nos ha concedido, retornan los dolores de espalda, el flato, esa uña del dedo gordo que se clava al dar un punterazo cutre…
Cuando llegamos al final de la cuesta estábamos más asfixiados que Gordillo en sus últimos partidos de profesional. Casi perdemos al enano. Y no fue el único que estuvo a punto de caer, ya que a medida que subíamos la cuesta nos encontrábamos con maridos dando aire a sus sonrojadas mujeres con el clásico pañuelo blanco; a nuestra amiga del taxi echando el bofe en lado derecho de la cuesta; e incluso a una pareja de vejetes que cuando estaban a punto de coronar aquel jodido puerto de montaña las fuerzas les abandonaron y rodaron cuesta abajo a una velocidad vertiginosa. Vamos que si no nos apartamos nos tumban como si fuésemos bolos. Supuse que la cuestecita sería el último de los obstáculos de Pedro para reducir la lista de invitados. Pero no, estaba equivocado.
Una vez repuestos del esfuerzo llegamos a la puerta del asador. Allí me sorprendió ver a un buen número de invitados haciendo cola. Por lo visto, uno de los camareros del asador se encargaba de que cada uno de los presentes escribiese la letra que venía impresa en su invitación de boda. La verdad es que en ese instante seguía sin saber yo para qué coño servía la dichosa letrita. Pensé por un por un momento que a lo mejor era para identificar a los que le habían hecho un regalo inferior a siete mil pesetas. Si era así yo no tendría problemas, pues mi regalo valía justamente eso. No me quebré mucho la cabeza, la verdad. Busqué, comparé y clavé. Siete punto cero. Ni una peseta más. Le compré el clásico marquito de plata de ley -bueno de ley…- para que lo pusiera en el salón de su casa, entre la figurita de Lladró y el trofeo de mus 1995 de la peña Los cuarenta de Getafe. Además, cuando en la tienda me dieron la tarjetita para que escribiese alguna felicitación, metí la factura del marco en el sobre que ésta llevaba. En fin, ya lo dice el eslogan, quien calcula compra en Sepu.
Ya sólo quedaba una persona delante para que me tocase escribir la letra de mi invitación -la jota- en la hoja que había clavada en un corcho. Delante, un bigotes bastante sorprendido parecía no acordarse en ese momento de la letra de su invitación. Al final, tras acariciarse la barbilla a modo de reflexión, optó por una equis, dándome la impresión de que la había puesto como aquel que se decanta por esa opción ante un Sestao-Las Palmas. Después me tocó a mi, al pelirrojo y al enano. Lo más grande fue cuando nos enteramos de para qué servía aquella letra. A los pocos minutos apareció un corpulento camarero con una plantilla en sus manos. La colocó sobre la fila de letras que cada uno de los invitados había escrito y comenzó a tachar, como si fuera un test de autoescuela. Cada tachadura significaba que el autor de la letra no podía entrar, pues la letra no coincidía con la de la plantilla. Desde luego era un eficaz sistema para detectar gorrones de bodas. Lo malo fue que entre los que cayeron había gente que sí había sido invitada a la boda. Pero bien porque olvidaron o confundieron la letra de su invitación, bien porque el corrector estaba equivocado, fueron expulsados sin contemplaciones. Entre estos estaban desgraciadamente el enano y el pelirrojo. De nuevo me quedaba solateras en la boda. Así que nada, entré de una vez en los salones de la casa de Norman Bates, sin poder evitar escuchar a lo lejos los porvidas, votos a tal y cágomes que lanzaban el enano y el pelirrojo junto con otros declarados non gratos contra el musculoso camarero de la puerta.
La verdad es que por dentro el edificio no estaba tal mal como hacía suponer su aspecto exterior. Sobrio, sin ningún adorno para la ocasión, pero confortable. Prácticamente era un gigantesco salón de techos altísimos y poblado de mesas redondas de ocho comensales. El principio del salón se había habilitado para servir los típicos canapés de antes de la cena a los hambrientos invitados, y así mientras se hacía tiempo hasta que llegasen los novios y los exhaustos escaladores de retaguardia. Como ya habrán podido imaginar, la oferta culinaria era de lo más cutre imaginable. Altramuces, conguitos, patatas fritas, gominolas, esponjitas, panchitos, etc. Dicen que Laura había invocado a San Max Quetiú para que repitiese el milagro de los gusanitos… Pero no debió hacerle mucho caso porque lo que es langostinos, no se vio uno ni de coña.
Eran ya cerca de las diez y cuarto y los novios todavía no habían hecho acto de presencia. Sí la mayoría de los escaladores rezagados, quienes nada más superar la última prueba del camarero de la plantilla, llegaban al salón y se bebían las cocacolas prácticamente de un trago. Con lo malo que es eso. Yo estaba en la barra, mirándolos, cuando en ese momento apareció un personaje que me dejó boquiabierto.
Era un tipo alto y delgado, de unos cuarenta y cinco años, con una buena pelambrera castaña engominada hacia atrás, un ostentoso anillo de oro en el dedo meñique de la mano derecha, y fumando en boquilla de esas con filtro que según dicen reducen los efectos de la nicotina. Seguro. Pero lo más grande sin duda era su vestimenta. Un traje cruzado de color violeta, con rayas diplomáticas de color blanco. La camisa y la corbata eran también violetas, pero de diferentes tonalidades. El remate lo ponían sus castellanos blancos -los primeros que he visto en mi vida- y los calcetines ejecutivos a juego. La gente se le quedaba mirando y se descojonaba comentándolo con sus conocidos o familiares. Menudo atajo de imbéciles. Como siempre pasa, la masa se desternillaba y criticaba a aquello que se salía de lo común.
-¡Qué hortera!-decía aquel selecto público poseedor de una clase fuera de lo común.
-Es el tío Pachín-comentaba con resignación a una amiga el loro más joven que se sentó a mi lado en la iglesia.
-Es el solterón de la familia, que un día está con una y otro con otra. Es un elemento. Y viste…-sentenció una vieja con una picota clavadita a la de doña Rogelia mientras cogía con ansia un puñado de conguitos.
Sólo por esos comentarios ya me cayó bien el tal Pachín. Además, no era el clásico hortera de pacotilla. Tenía modales educados, buena planta, y todo hay que decirlo, cierta elegancia dentro del mundo de los horteras. Porque hortera lo puede ser cualquiera, desde los recientes habitantes de la Moraleja y demás zonas residenciales, hasta el rascapichas de barrio que vacila de ligón y acaba las noches tirándose a una tuerta en un puticlub de carretera. Pero ser HORTERA, así, con mayúsculas, sólo está al alcance de unos pocos elegidos. Entre ellos el tío Pachín. Su entrada en el salón me dejó sin respiración durante unos segundos. Entró con tal seguridad, con tal confianza en sí mismo que más de uno estoy seguro que envidió -yo entre ellos- el carácter y la personalidad que Pachín demostraba poseer. De la gente que he conocido en mi vida hasta la fecha, puedo decir sin temor a equivocarme que Pachín es la única persona que más cerca está de robarle el trono al HORTERA por antonomasia. El único e inigualable Mr. John Travolta. Por supuesto no el de ahora -auque el que el que tuvo retuvo-, sino el de Fiebre del sábado noche y más aún para mi, el de Grease. Yo tengo grabada la peli en video y les puedo asegurar que se me saltan las lágrimas cada vez que pongo la escena del baile de fin de curso en el gimnasio del instituto y aparece Danny Succo marcándose un esperpéntico dancing con Sandy. Aquella entrada triunfal enfundado en un traje negro bajo el cual asomaba una bizarrísima camisa rosa, abierta, y unos calcetines del mismo color, sin duda quedará grabada para siempre en los anales de la historia. Y la grandeza de Travolta, al igual que la de Pachín, reside en sus gestos, en la pose, en su forma de entender la vida, siempre huyendo de la vulgaridad común, típica de los mediocres, dando un paso más y creando una especie de élite dentro de su propio submundo.
Perdonen por aburrirles con este breve ensayo sobre el mundo de los horteras, pero es que cuando hablo de John o recuerdo al tío Pachín se me va la olla. Así que, como iba diciendo, cuando llegó el tío de Pedro al salón, la fiesta recibió una inyección de vitalidad tremenda. Más que nada por que mi nuevo mito se lió a lanzar dentelladas a diestro y siniestro a toda hembra que estuviese en su radio de acción. Y además lo hacía con tal naturalidad y gracia que más de un buitre nocturno de cualquier ciudad hubiera matado por que el tío Pachín le diera unas cuantas clases de apoyo.
Yo, aunque soy bastante cortado, no pude resistir la tentación y me presenté ante aquel personaje legendario sin dudarlo un segundo. A los diez minutos de conversación parecía que ya nos conocíamos de toda la vida. Nos encontrábamos tan a gusto hablando de lo divino y de lo humano, cuando en ese momento llegaron los novios junto con sus respectivos padres. La novia había sido reconstruida casi en su totalidad. De nuevo el pelo se encontraba en su sitio natural, en el típico moño de novia, y ahora llevaba un traje de chaqueta de color marfil, que bueno, para salir del paso no estaba mal. El novio se decantó por un traje azul marino, y en lugar de la clásica corbata optó por adornar su gañote con un bolero, y sus pies con unas botas tejanas, faltándole sólo las barbas y el sombrero vaquero para convertirse en un clon de Walker, el antaño rey por excelencia de las pelis de autobús reciclado hoy en día ranger karateka. La madre de Pedro no se había cambiado, tan sólo retocado la cara y las uñas, sin tocar por supuesto la peineta. El padrino igual, el vendaje del dedo corazón era el único cambio realizado en su persona.
Con cierta sonrisa malévola en los labios, me dirigí a Pedro para felicitarlo por su enlace. Evidentemente él no me esperaba allí, por lo que durante unos segundos no supo qué contestar. En sus ojos pude leer la angustia que sentía en esos momentos. Si uno de los que tenía plano falso había conseguido llegar, el resto podría hacer lo mismo, seguramente pensó. Lo tranquilicé cuando le comenté que yo era de los pocos que se había dado cuenta del engaño, aprovechando la ocasión para felicitarle por la organización de la boda en todos sus aspectos. La pena es que no tuvimos apenas tiempo de hablar porque enseguida se lo llevaron las amigas de la novia para hacerse una foto con ellas. Si pude disfrutar no obstante de la cara de Pedro cuando se alejaba, con esa expresión de mosqueo, de no tenerlas todas consigo con respecto a lo del engaño del plano y de que yo era el único que se había dado cuenta, que tengo que reconocer que me dejó un buen sabor de boca aquel breve encuentro con mi amigo.
Justo detrás de mi se pusieron entonces mis seis antiguos compañeros de colegio. Cada cual peor. Mientras tiraba de altramuces apoyado junto a una columna, escuché algunas de sus conversaciones, tan patéticas por cierto como siempre. Nada de mala leche, nada de ironía, ni siquiera una pizca de humor chusco… Sólo hablaban del trabajo, el fútbol y los coches. Ni un mísero comentario picantillo sobre tías, chismes escabrosos, ni cualquier cosa por el estilo. Menos mal que la cosa se animó cuando les saludó otro antiguo compañero de colegio -y en mi caso también de facultad- que iba del brazo con una rubia que estaba buenísima.

En menos de tres minutos se lanzaron tal cantidad de puñaladas traperas Vicentito Campos y los otros seis capullos que me río yo de las escaramuzas del Capitán Alatriste en Breda. Y todo por la envidia que le tenían a Vicentito. He de confesar que yo también. Mientras a él le llegaba el dinero a raudales, los demás andábamos siempre a la cuarta pregunta, pasándolas putas para cobrar algo a fin de mes. Tres de los seis capullos eran arquitectos, y los proyectos les llegaban -según deduje de las conversaciones- de año en año. Otros dos eran maestros, y a parte de su sueldo cortito -en colegios privados- estaban más puteados que James Belusi en El Rector. El último de la panda era pintor, de esos que no tienen ni zorra idea de pintar y dicen que su estilo es naif. Tristemente no vendía ni un cuadro en meses, a pesar de coincidir en el estilo con la Chunga, a quien curiosamente se los quitan de las manos. Por qué será…

Y yo, joven y prometedor abogado, los últimos días del mes los tengo que dedicar siempre a la caza y captura de aquellos clientes que por adeudarme tan sólo siete u ocho mil pesetillas se creen que se van a largar de rositas. En cambio Vicentito Campos, también abogado en ejercicio, no tiene esos problemas. En el mundo de la abogacía se le conoce como Darth Vader. Tal mote le viene por haber escogido la senda equivocada, desde el punto de vista de algunos claro. Formado bajo tutela especial por los grandes maestros del derecho, sin que nadie supiese por qué, cambió de pronto sus -hasta ese momento- intachables principios morales, dirigiendo sus pasos hacia el lado tenebroso de la ley. Pasó de defender gratuitamente a pobres sin recursos o representar a pequeñas empresas en pleitos contra poderosas multinacionales, a defender a narcotraficantes y mafiosos largando unas minutas de tres pares de cojones. Vamos que pasó de jurar por Díez-Picazo y brindar por Cobo del Rosal a jurar por Rodríguez Menéndez y brindar por los Charlines. Para rematar su parecido con el infame villano galáctico, el bueno de Vicentito tiene una enfermedad en las cuerdas vocales que le impide ser escuchado si no es con un pequeño amplificador que lleva siempre adosado a su cuello, parecido a los que llevaban los pilotos americanos de los B-52 en la segunda guerra mundial para comunicarse entre ellos en el avión. El sonido metálico de sus palabras cuando se dirige al jurado consigue achantar incluso a los miembros del mismo, pese la tremenda preparación intelectual y moral que suele caracterizar a sus integrantes. En fin, lo importante es que pese a su voz y sus coqueteos con el lado oscuro, el chavalín está forrado y se la suda lo que digan unos pardillos como nosotros. Y la moza que le acompañaba, pues la verdad, ya la quisiéramos los demás para darle aunque sea unos besitos. Supongo que la rubia sería más admiradora de su cuenta corriente que de su cuerpo serrano. Aunque nunca se sabe, e igual el malvado abogado gasta una espada de la luz con más kilowatios que el microchip del pie de Carlos Jesús.
Tuve suerte pues ni mis antiguos compañeros de colegio ni Darth Vader cayeron en que yo estaba detrás, junto a la columna. Disimuladamente me alejé de allí, evitando saludos hipócritas que seguramente a ninguno nos apetecía dar. En mi huida me crucé con un encantador de serpientes indio. Bueno eso es lo que creí al principio. En realidad era Iván Romero, el malogrado talibán de la iglesia. Su presencia allí me la contó como pudo, con gran dificultad para hablar, pues todo el cuerpo, y sobre todo la cara, se la habían puesto como un pan de pueblo, y seguía inflándose poco a poco, pese a las medicinas que tomaba, que parecía en lugar de calmantes tomaba levadura. Por lo visto Pedro había sentido lástima por la paliza que le dieron algunos de sus parientes y lo había invitado al banquete junto con su mujer, en compensación por la tremenda equivocación producida. Todo un detalle viniendo del tacaño ese. Al hombre le vendaron la cabeza gastando más de tres rollos, dando la impresión que lo que llevaba era un turbante. Si a esto le añadimos las barbas, la oscurecida cara que se le había quedado tras bañarlo -el menda- en mercromina pasada de fecha, y la cesta de mimbre que le dieron para guardar las medicinas que necesitaba y las vendas de repuesto, pues casi es lógico que creyera que era un encantador de serpientes. Hasta pienso que si alguien le llega a echar cuarenta duros, el tío se saca una cobra de la cesta y la pone a bailar por bulerías. Que de perdidos al río.
Durante el resto de la noche me encontré algún que otro herido más de la aventura de la iglesia, pero poca cosa la verdad. Aquello había quedado como una anécdota más de la boda. Otra muestra de la grandeza de ese día. Lo mismo estaba la gente en el suelo siendo pisada sin piedad por sus propios familiares, que tomando horas más tarde unos ambiguses junto con los mismos que los habían arrollado en la iglesia.
Sobre las once y cuarto, un camarero con un silbato indicó que debíamos sentarnos en las mesas en las que apareciesen nuestros nombres. Tras observar las listas con los nombres de los invitados -esta vez no había sorpresas- la gente se dirigió a sus sitios correspondientes. Mi mesa era espectacular. Nunca terminaré de agradecérselo a Pedro. Supongo que su idea era crear una mesa digamos que hipotética, con el férreo convencimiento de que quedaría vacía, ya fuese por los planos falsos, el menú a degustar, o por no pasar con éxito la plantilla del camarero musculoso. Sin embargo sus planes fallaron y se creó una mesa prácticamente formada por desechos de tienta.

El cartel estaba formado por el tío Pachín -parece ser que mis plegarias fueron escuchadas-, el bigotes que estaba delante de mi en la entrada del asador, Darth Vader y su perica, un loco vestido de drácula que decía que era el presidente del club de fans de Christopher Lee en España y yo. Los dos asientos vacíos -las mesas eran de ocho- correspondían a una pareja que por lo visto sí había hecho caso a las flechas del plano de Pedro. Desconocía yo que Pedro era un fanático de Christopher Lee, que tenía todas sus películas, amén de ser miembro honorario de su club de fans en España. Lo gracioso era que el bigotes, según rezaba en la lista, también debía ser el presidente del club de fans de Danny Amattulo en Europa, cosa que me resultó bastante sospechosa pues el buen hombre tendría ya sus buenos cincuenta y cinco años y no le pegaba ser seguidor del chistoso italiano de Fama. Cuando se lo pregunté me dijo que por supuesto, que el era Amattuliano de toda la vida, cambiando de conversación enseguida y enfocándola a las mujeres, demostrando ser un obseso sexual sin ningún reparo.
-¡Mirad a aquella, se le transparentan los pezones!-gritó fuera de sí. ¡Grandes como rodajas de mortadela y gordos como timbres de castillos!
Qué poesía, qué dominio del símil, qué riqueza de vocabulario… Por un momento creí tener a Bécquer a mi lado. Aunque he de reconocer que al principio sus comentarios nos hacían bastante gracia, incluso a la rubia, después de media hora de constantes comparaciones del mismo tipo los de la mesa estábamos hasta los huevos y cada vez soltaba una los demás gritábamos al unísono ¡Ooooootra veezzz!, emulando a Pedro cuando su mujer no le dejaba meterle mano.
Sin ninguna posibilidad de escaquearme, tuve que saludar y además hablar con Darth Vader durante gran parte de la noche. Al principio la conversación era tensa pero tras algunos copazos de vino la cosa se fue encarrilando y acabamos la noche como amiguetes. Pachín, entre anécdota y anécdota que contaba, le tiraba los tejos a la rubia, llamada Susi, con tal serie de miradas e insinuaciones que consiguieron mosquear al final al camarada Vader. La situación no llegó a mayores porque justo en ese momento los camareros sirvieron una sopita de ajo de entrante -qué menos se podía esperar de Pedro- y alguien gritó como un loco:
-¡Aaaahhhhhhgggrrr!
Todo el mundo se quedó mirando a nuestra mesa. Qué vergüenza. El grito lo había dado el presidente del club de fan de Christopher Lee en España. El tío estaba como una chiva y al parecer el pequeño cuenco de sopa de ajo que nos pusieron era suficiente para acabar con su vida. Rápidamente se lo quitaron de la mesa, escuchándose a partir de ese momento el cuchicheo de las demás mesas del asador que seguramente no estarían poniendo a la nuestra por las nubes. El pirado del drácula respondía al nombre de Pascual. Llevaba el pelo engominado para atrás, como Pachín, aunque en la parte delantera se dejaba el clásico pico que tenía el conde. Iba vestido elegantemente con frac, usaba pajarita y completaba su atuendo una capa española que se abrochaba en el cuello con una fina cadena de plata. Se había limado los colmillos de tal manera que parecían de verdad los del vampiro rumano. Respondía en resumen a la imagen clásica del conde Drácula, la que inmortalizó Mr. Christopher Lee, no las mariconadas modernas esas como la que hizo Coppola. Si acaso podemos salvar Condemor, pero nada más. El bueno de Pascual había logrado que su admiración por el actor británico traspasase los límites de la ficción y el tío se creía de verdad un vampiro. Cuando los alucinados camareros le trajeron un plato con varios trozos de morcilla de Burgos al hombre casi se les salen aquellos ojos inyectados en sangre que ponían nervioso a todo el mundo.
-¡Jodeeerr que pechooooss! ¡Grandes y maduros como los melones que venden en Mercadona!
-¡Oooooootra veeezzz!-contestó el resto de la mesa.
Que tío más pesado el bigotes. No pasaba una mujer sin que hiciese algún comentario. Y como mi curiosidad por saber algo más sobre el presidente del club de fans de Amattulo -vaya tipos que invitaba Pedro- no había sido saciada, yo seguía haciéndole preguntas acerca de la serie que él hábilmente conseguía sortear. Recuerdo que para picarlo un poco le hice una pregunta relacionada con el sexo a la que por lo menos le llegó a prestar algo de atención. Le pregunté si él había llegado a ver -gracias a su cargo de presidente- la muy comentada a la par que asquerosa felación con la que la señora Berth -no sé si se escribe así- obsequia al profesor Shorowsky -ídem- por sus bodas de oro como magister, en un episodio inédito en Estados Unidos pero que por Europa circuló gracias a la filtración que hizo Carlo Imperato -el actor que daba vida a Dany Amattulo- y que según algunos hoy en día puede verse por internet en páginas porno dedicadas a la tercera edad. El bigotes me miró sorprendido, incluso alucinado, pero me despachó rápidamente con un:
-Sí, algo he oído por ahí. Pero la verdad, lo viejas nunca me han puesto mucho…
Dando por imposible al bigotes, al que nadie consiguió sacar ni el nombre, ni la profesión, ni siquiera algún tema que no estuviese relacionado con el sexo, entablé una animada charla con el tío Pachín en la que de vez en cuando intervenía Darth Vader, más que nada para vigilar si alguno de nosotros decía cosas guarrillas de se novia. Pachín me contó que era un comercial nato, capaz de venderle gomina a un hare krisna o alquilarle un catalejo a Ray Charles. Sus comienzos por lo visto fueron bastante duros. Se cumplían esa noche quince años desde sus primeros pasos en el oficio, quince años desde que llegó a su casa dando gritos porque el puestazo que se ofertaba en un anuncio del periódico se lo habían dado a él. Ni más ni menos que Cold Door Assistant Manager.

El pecho se le inflaba cada vez que lo comentaba entre sus amigotes. Su hermano Joselito, que hasta la fecha había sido el intelectual de la familia gracias a sus estudios de FP en la rama electrónica, pasó de la noche a la mañana a ser poco menos que gilipollas, mientras que con Pachín se barruntaba que podía llegar a convertirse en la mano derecha de Emilio Botín. Y todo por un puesto de comercial en el antiguo Banco de Santander. Cuando a mi nuevo mito le explicaron su cometido en el banco, el pobre casi se pega un tiro. Nada de grandes cuentas, ni nada de un lujoso despacho de cincuenta metros cuadrados, sino duros nudillos y un buen par de zapatos nuevos. Su puesto consistía en la vieja puerta fría, como muy bien rezaba el anuncio. A vender planes de pensiones, tarjetas de crédito y todo lo que se terciara por un sueldo fijo de mierda y eso sí, unas jugosas comisiones que lógicamente eran prácticamente inalcanzables. Tanto nombrecito y tanta gaita y luego resultaba que era un puesto de vendedor de toda la vida. Pero aunque al principio estuvo a punto de tirar la toalla, tras años de rodaje donde más de una vez estuvo a punto de perder algún dedo cuando le cerraban la puerta de sopetón, y recorrer miles de kilómetros tanto con el coche como con las piernas, terminó convirtiéndose en el comercial más letal que jamás trabajó en banco alguno. Puerta que a la que llamaba, casa a la que le vendía algo. Sus constantes éxitos consiguieron al final que le dieran un despacho y la convirtieran en jefe del departamento comercial. Ahora, a sus cuarenta y cinco años, gozaba de una sólida posición en el banco y disfrutaba de la vida como antes no había podido hacer.
-Se-gu-ro que yo ga-no en un mes lo que tú ga-nas en un a-ño-dijo Darth Vader un tanto picado por los triunfos de Pachín.
-¡Chu-pa-me-la, Ro-bo-cop!-contestó entonces Pachín, imitando descojonado la forma de hablar del vacileta de Vader.
-¡Hijoputa, qué curvas las de esa loba!-gritó el bigotes como si no hubiese visto una mujer en su vida. ¡Tiene la misma silueta que la guitarra de Pereeeet!
-¡Ooooootra veeezzz!
Las miradas asesinas con las que obsequiamos al bigotes consiguieron tenerlo callado al menos durante unos minutos. Aunque como muy bien apuntó Pachín, se mascaba la tragedia. Tanto que hasta un tipo pacífico como Pascual, el vampiro loco, estuvo a punto de meterle una colleja al coñazo del bigotes.
Pascual era un tipo peculiar, la verdad. Pasando por alto su estética, su pasión por Christopher Lee, y su aversión por las sopas de ajo, el tío tenía una conversación bastante amena. Además de un peculiar sentido del humor, pude comprobar que era una persona poseedora de una vasta cultura, que lo mismo recitaba una estrofa de un poema de Baudelaire que le recordaba a uno el nombre del actor que hacía de Richard Channing en Falcon Crest. David Selby, por cierto, según me comentó. Ya poseía varios puntos para formar parte de mi Olimpo particular cuando me sorprendió con dos nuevos méritos que lo convirtieron instantáneamente en miembro de tan selecto club.

El primero fue el regalo que le había hecho a Pedro. Un burdo drácula articulado, comprado por tres mil pesetas en el Rastro, y que al tirarle de la picha se le ponían los ojos rojos y la capa y los brazos se levantaban. El presidente del club de fans de Christopher Lee no estaba dispuesto a gastarse un duro más en un tipejo que no pagaba casi nunca las cuotas mensuales obligatorias de los miembros, por muy honorario que fuese. Y si lo habían hecho honorario no era por su cara bonita, sino porque tenía todas las películas de drácula interpretadas por el insigne actor depositadas en la sede del club. Que si no… Para envolver tamaño presente había recurrido a unos antiguos papeles de regalo que conservaba en su casa con el añejo rótulo de Galerías Preciados. Aquel toque de genialidad me dejó traspuesto. Hubiera dado mi colección de cromos de Sport Billy por ver la cara de Pedro cuando le trajeron aquella mierda de muñeco envuelto en papel de Galerías Preciados. Lógicamente pensaría que el regalo tenía más años que ajú, perteneciendo sin duda a la niñez de Pascual o incluso a la de su puta madre. Lo que no entendimos fue cómo había logrado sortear lo férreos controles establecidos por Pedro para evitar éste tipo de hechos.
-La suerte del vampiro-respondió Pascual melancólicamente.
El otro mérito de Pascual fue la confesión al oído de su vocación de escritor. Alternaba sus aficiones literarias con su también vocacional trabajo en una funeraria, como no podía ser de otra manera. Y como tampoco podía ser de otra manera, era en el género de terror donde destacaba este fanático de los ataúdes y los cementerios. Su mayor éxito literario -parece ser que tenía una numerosa y underground corte de seguidores- se debía a las aventuras de un heróico vampiro que respondía al escatológico nombre del Tarzanete Enmascarado. Según me explicó, los tarzanetes son aquellos restos de materia orgánica que quedan adheridos a los pelillos de nuestro hermoso final de la espalda, y que según parece se asemejan a una liana con viajero a bordo. Por lo visto se le había ocurrido una noche estando de guardia en la funeraria -¿de guardia para qué?-, cuando una colitis crónica lo tuvo toda la noche sentado en la taza del wáter haciendo imaginarias. Ahí surgió el protagonista de sus novelas, un antiguo limpiador de sanitarios públicos que al ser mordido por un vampiro se convierte en un peculiar drácula enmascarado -añadiendo al vestuario del conde unos guantes de fregar rosas y unas katiuskas verdes- que defiende a los miembros de su cofradía de modernos Van Helsings de pacotilla. Además, actualizando un poco sus puntos débiles, estableció que la única manera para acabar con su héroe era con dos escobillas superpuestas en forma de cruz o lanzándole un bote de Pato WC forrado de plata, que tenía la ventaja de que si no lo mataba al no acertarle de lleno en el corazón por lo menos del hostiazo se quedaba atontado durante un buen rato. Qué tío más grande, me dije. En cuanto llegase el lunes me compraría sin demora todos los números de la colección del Tarzanete Enmascarado. Sin duda una serie de culto en adelante.
-¡Qué culo!, ¡Qué culo! ¡Respingón como la nariz de un nomo y más duro que un toffe del ochenta y siete!
-¡Oooootra veeezzz!
­¡Plassss! La colleja se veía venir desde hacía un buen rato. Pascual no pudo contenerse y el bigotes acabó con los cuatro dedos del vampiro literato adornando la parte trasera de su cuello en forma de cuatro rayas rositas. Este hecho parece que consiguió apaciguar de una vez por todas aquella proletaria costumbre de gritar a las féminas sin cortarse lo más mínimo, llevasen o no pareja. A partir de ese momento su calentura se concentró en sobar los dos grandes bollos de pan que había a ambos lados de su plato -el que le correspondía a él y el que me correspondía a mi-, supongo que imaginando que eran los senos Sabrina Salerno o los de su más enconada rival, Samantha Fox.
Porque esa es otra. Después de la sopa de ajo nos trajeron los bollos de los que acabo de hablar, uno para cada uno, y así estuvimos durante veinte minutos, tirando de miga -menos el bigotes que los magreaba y yo que pasaba de comerme lo que aquel guarro manoseaba-, mientras esperábamos un tanto mosqueados el siguiente plato. Menos mal que el siniestro relaciones públicas del asador nos comunicó que doña Nati, la dueña del asador, nos invitaba a unas racioncitas de pulpo a la gallega mientras preparaba los solomillos y la merluza. En menos que canta un gallo nos ventilamos aquellos trozos blandos y sonrosados aderezados con ajitos -otra vez drácula armó el espectáculo-, y en los que por cierto no vimos en ningún momento las características ventosas de los pulpos. Hecho que motivó que todos los de la mesa dudásemos en si lo que estábamos comiendo era el molusco cefalópodo de toda la vida o por el contrario se trataba de los restos de una inocente y melosa gallega que Norman relaciones públicas Bates había descuartizado alegremente en el sótano del asador.
Tras retirarnos las pequeñas raciones de pulpo -si es que era pulpo- con que nos obsequió la dueña del asador, los camareros preguntaron a los presentes quién iba a comer solomillo de vaca vieja y quién merluza congelada. Cual fue mi sorpresa cuando comprobé que la mayoría de la gente pidió solomillo, sin parecer importarle en ningún momento el riesgo de las vacas locas. Estaba claro que a esas alturas de la noche la gente aún no había llenado la panza, por muchos altramuces, conguitos, sopas de ajo y pulpo que hubiesen puesto, y por las caras de hambrientos que se veían, más de uno se hubiera comido un buen cazo de pisto en la cabeza de un tiñoso.
Milagrosamente, los solomillos nos llegaron enseguida. Todos los de la mesa pedimos lo mismo, salvo Darth Vader, que dijo tener una dieta basada en en mariscos y angulas.
-El señorito no come baratijas pero la doblará de gota-sentenció Pachín.
-Por lo me-nos es u-na en-fer-me-dad de ri-cos. A los po-bres el a-bu-so de ma-ris-co os da di-a-rre-a.
Los puyazos entre Darth Vader y Pachín se sucedieron durante toda la noche, ofreciéndonos la oportunidad a Pascual y a mi de hablar durante el fuego cruzado con Susi la rubia. Y fue en uno de estos constantes enfrentamientos, en los que draculín estaba ocupado degustando el solomillo casi crudo que le sirvieron -que sangrara bastante había pedido- y que al tragárselo le había brillado el colmillo como a los guaperas de los dibujos, cuando pude indagar un poco en la vida de Susi. Según me contó era la secretaria de Vicente, desde hacía dos años, y que aunque había empezado de simple administrativa, gracias a su eficacia laboral y a sus nada despreciables facultades orales -comentó con malicia-, ahora era su mano derecha en el despacho.

Me pareció enseguida que la rubia era un buen elemento, y menos de fiar que el enano que acompañaba al Tiñoso en Érase una vez el hombre. Presentimiento que se cumplió cuando un cuarto de hora más tarde, en un descuido, se me cayó la servilleta al suelo y tuve que agacharme para recogerla. Justo en el momento en el que Susi hacía algo más que piececitos con mi amigo el vampiro. La novia de Vader tenía colocado el pinrel en la bragueta de Pascual, con la pierna ligeramente flexionada -como indica el código que hay que llevarla sobre los mandos inferiores del coche-, y daba continuos acelerones a un pedal más duro en esos momentos que la palanca de cambios de un seiscientos. Cuando me levanté, observé asombrado como el rostro del creador del Tarzanete Enmascarado había adquirido uno tinte colorado parecido al que gastan los guiris en Torremolinos. Joder, para estar muerto… Desde luego así sí que se hace una digestión buena y no con las mariconadas esas de la frutita o el heladito. Y por supuesto, el novio sin coscarse de nada, que es lo suyo.
A la una y cuarto ya estábamos en los postres y en la copita de cava para brindar por los novios. Hombre, llamar postre a un cuenco de lacasitos para cada uno me parece un tanto exagerado, pero bueno, es lo que había. Con el cava llegaron los brindis de los invitados por la felicidad de la pareja. Primero los novios dijeron algunas palabras, para quedar bien, y luego la peña se deshizo en brindis de todo tipo. Desde los clásicos vivas a los novios hasta los vivas al Real Madrid o un solitario viva a Casa-Nati que un tipejo tuvo los huevos de soltar.
Por supuesto otra de las míticas sorpresas con que fui obsequiado durante la boda partió de mi propia mesa. Ni más ni menos que del bigotes. Animado por los innumerables brindis que lanzaban los demás invitados, el tío alzó su copa y soltó:
-Brindo por los novios, para que tengan una larga y feliz vida en común. Brindo por las dos familias, para que sus miembros sigan siempre tan simpáticos y resalaos como ahora. Brindo por el banquete que nos hemos dado, escaso, pero banquete al fin y al cabo. Y qué coño, brindo por mi, Manolo Calderas, porque ésta es la vigésimo cuarta boda en la que cuelo por la patilla.
La carcajada fue general. Sin duda aquello se consideró el toque humorístico de la noche. Tan sólo Pedro y yo nos lo tomamos en serio. El anfitrión se le quedó mirando fijamente en estado de shock. Aquello no le podía estar pasando. Meses preparando una estrategia que filtrase posibles listillos no había servido para nada. Tantas trampas y tantos controles estudiados al milímetro, seguramente con planos y mapas de operaciones colgados en la pared de su cuarto como si fuera la batalla de el Alamein, y para qué, para que un graciosete de poca monta, aunque eso sí, un verdadero profesional en lo suyo, se colase en su boda y encima sin pagar el impuesto revolucionario del regalo. Si no echaron al bigotes fue porque a Pedro no le dio tiempo a reaccionar. El shock le produjo una bajada de tensión primero, después, cuando parecía recuperado le dio un ataque de ansiedad, y para terminar obsequió a los presentes con una potente a la par que asquerosa pota. Ese fue el crucial momento que eligió Manolillo Calderas para poner pies en polvorosa e infiltrarse entre los invitados para pasar desapercibido. La gente también se marchó de allí, un tanto cortada por la actitud del novio. Y su esposa, intentando desfacer el entuerto en que Pedro la había metido, se lo llevó casi a empujones hacia la zona del salón acondicionada para la barra libre y el baile. Allí lo obligaron a bailar el tradicional vals, aunque estoy seguro que en su cabeza la única imagen que aparecía era la de un tío con bigote que no había visto en la vida y que se había reído de él en sus barbas.
La confesión de Manolo Calderas me sirvió a mi en cambio para atar los cabos sueltos que tenía sobre el personaje. Ahora estaban claras sus dudas a la hora de rellenar el casillero con la letra de su invitación -que ya es coña acertar con la equis- o el porqué de su ignorancia con todo lo relacionado con Dany Amattulo si supuestamente era el presidente de su club de fans. La verdad es que el tío se sentó a boleo en nuestra mesa y también le salió bien la jugada. Así que ya ven, partir de ese momento tuve que mirar a Monolo Calderas de otra manera. Y por supuesto, otro nuevo mito acababa de nacer para mi.

                                                               EL BAILE

A estas alturas supongo que no debería hacer falta que les dijese que las bebidas de la barra libre eran todas de marcas de padre desconocido. Pero ya que estamos, pues por qué no, se las digo. Además de las clásicas falsificaciones de toda la vida, llámense Lirios en vez de Larios, MYC en lugar de DYC o Licor 42 -por uno- sustituyendo al Licor 43, encontré sobre la barra botellas con castizos nombres rotulados en sus etiquetas. Anís Mari Puri; ron Tres Garfios; whisky Fernández; ginebra Jose & Maribel; licor de aceitunas El Piyayo… Pero bueno, ya saben como es la gente, basta que a uno le ofrezcan algo para que se harte, pues eso, se harta aunque no le guste lo más mínimo. Que me lo digan a mi, que odio la paella, pero cuando el ayuntamiento hace una de esas gigantescas paellas tipo Villarriba y Villabajo, soy el primero que se pone en la cola, y además dando golpes con el tenedor en el plato para meter presión.

A los diez minutos la banda ya había tomado la barra y se metía los ambiguses doblados. Las viejas se bebían el anís como si se tratase de agua del grifo, con la única variante que al terminar la copita se daban un puñetazo en el pecho y gritaban ¡Yeeepaaaa! A Manolo Calderas le vi cascarse un cubata detrás de otro, quizá pensando en que lo podían echar en cualquier momento, mientras que Pascual, fiel a sus costumbres, tiraba de Bloody Mary sin quitarle ni un instante el ojo de encima a la cochinilla de Susi. Y es que la muy calentona se marcó un dancing erótico con el capullo de Vader que puso cachondo a media sala, incluido el siniestro relaciones públicas que tuvo que colocarse una bandeja en sus partes para disimular la empalmaera.

Gracias a Dios, el tío Pachín no me defraudó. Gintonic en mano, se adentró en la pista de baile y en escasos minutos se convirtió en el puto rey de la fiesta. Mientras que los pardillos de turno daban saltos ridículos o bailaban como mariconas, el mítico Pachín se desmarcó con un genial movimiento de hombros, unos espectaculares quiebros de cintura -dignos del mejor Romario- y unos zapateados acojonantes, dejando a más de uno de los invitados con la boca abierta. Lo del zapateado gustó tanto que el propio Pachín nos llamó a Pascual, al bigotes y a mi, y entre los cuatro nos liamos a dar zapatazos al compás, que si bien al principio tratábamos de emular al gran Fred Astaire, terminamos marcándonos una espectacular puesta en escena que no tenía nada que envidiar a los tíos esos de Lord of the Dance. Recuerdo que mientras zapateaba como un poseso no hacía más que dar gracias a Dios por dejarme disfrutar de semejante momento. Bailando claqué con un HORTERA supino, un tío vestido de drácula que además se creía drácula y un bigotes que se había colado en la boda por la cara.

Después de cinco minutos tuve que pedir tiempo muerto porque yo no podía seguir el frenético ritmo de mis compañeros. Me dirigí entonces hacia la barra, y como ya iba bastante alpistado, me dio por hacerme el snob y cambié los Myc-colas por una copita de licor de aceitunas El Piyayo. Craso error. ¡Hijoputa el Piyayo! Qué latigazo me dio en las tripas. Yo creo que aquello era alpechín. Casi caigo redondo al suelo nada mas tragarlo. Para remediar aquel ardor inaguantable que quemaba mis entrañas tuve que tomarme un par de myc-colas seguidos casi sin respirar. Qué momento más malo.

Acto seguido abandoné por unos minutos el salón para ir a los servicios y echar la pota, casi congelándome en el trayecto porque el rata de Pedro había ordenado que la calefacción se cortase en el resto del caserón. De todas maneras muy mal tendría que estar yo pues por el camino me pareció ver a un pingüino cagando en una papelera. Me acojoné entonces porque pensé que estaba muy mal de verdad. Menos mal que una vez que llegué a los servicios y eché hasta la primera papilla, me quedé nuevo. El licor de marras debía ser como el aceite de ricino ese que le daban a Zipi y Zape para que potasen. Bueno, por lo menos me vine arriba. Atravesé de nuevo Siberia, donde por cierto pude comprobar que no había errado tanto en mis apreciaciones. El pingüino que creí ver cagando era en realidad el padrino de la boda, quien al parecer le había dado un incontenible apretón -tal vez debido también al licor de los cojones- que le obligó a buscar un continente adecuado a tan asqueroso contenido. Aunque le hice un saludo con la mano, quizá más por indicarle que lo había pillado que por un acto de educación, no pareció darse cuenta de mi presencia. La verdad es que por los gritos que lanzaba y el gesto de su cara, con los ojos cerrados y los dientes apretados, tuve la impresión de encontrarme más que con un tío que estaba evacuando, con un japonés haciéndose el harakiri.

En fin, cuando llegué de nuevo al salón la gente cantaba a pleno pulmón una canción de Maritrini. Toma ya. Darth Vader había hecho pandilla con nuestros antiguos compañeros de colegio, supongo que para ponerse al día de sus miserias y a la par poder presumir un poco de los triunfos propios. Entre ellos lógicamente la chati que llevaba a su vera. Y claro, aquello fastidiaba, la verdad, sobre todo porque aquellos eran conscientes de que algunas de sus novias no se las desearían ni a su peor enemigo. Pero bueno, así es la vida.

En cuanto a los novios, casi no los vi durante el baile. Se habían sentado en unas sillas colocadas para el reposo de los abueletes, y mientras Laura daba palique a la madre de Pedro, éste hablaba con mi viejo amigo el pingüino cagón, aunque eso sí con un ojo siempre puesto en los movimientos de Manolo Calderas. Menudo personaje. Parece ser que las copas le hicieron olvidar un poco su obsesión por las mujeres y los símiles de frutero barato, dedicando el resto de la noche en intentar asustar a Pascual. El hombre se colocaba detrás de aquel castizo vampiro de Lavapiés -algo que me comentó en una de nuestras incursiones en la barra-, y le soltaba de repente:
-¡Que viene Van Basten!

Pascual se le quedaba mirando un tanto sorprendido durante unos segundos, se encogía de hombros y acto seguido seguía pegándole al Bloody Mary. El bigotes lo siguió intentando una y otra vez, pero sin acertar nunca con el verdadero nombre del incansable perseguidor de drácula. Lo intentó con Van Gaal, Vanderolssen, Van Morrison y hasta con el cantaor Bambino. Una de las veces Pascual se mosqueó.
-¡Que viene Van Breukelem!
-¡Pero quién coño es Van Breukelem!-respondió cabreado el drácula de Lavapiés, que por cierto hablaba igual que el abuelo de médico de familia.
Aquello desconcertó un poco a Manolo Calderas, a quien sólo se le ocurrió contestar:
-¡Coño, Van Breukelem! ¡De los Van Breukelem de toda la vida!

En la pista comenzaron a poner las canciones de siempre, dando la oportunidad entonces para que los vejetes pudiesen mover un poco sus artríticos esqueletos al son de Si yo tuviera una escoba, Cuando salí de Cuba, Enséñame a cantar… Por cierto que uno de los camareros de la barra era igual que don Luis Aguilé, hecho que motivó que cada vez que repostábamos, entre Pachín y yo le cantásemos al sufrido camarero aquello de «es una lata, el trabajar…». Por supuesto la noche todavía me deparaba más sorpresas, en éste caso la siguiente provenía de Pachín. Fue cuando el pinchadiscos se dedicó a poner canciones italianas de los años sesenta o por ahí. Recuerdo que cuando en la pista de baile comenzaron a sonar Il mondo, Volare o Picolíssima, interpretadas por famosos cantantes italianos, al bueno de Pachín se le fue la olla. De repente se lió a dar vueltas alrededor de la pista y a gritar:
-¡Adriano Chelentano!, ¡Adriano Chelentano! ¡El mejor cantante del mundo!

La gente se quedó alucinada, igual que yo. Sobre todo cuando el mítico comercial, sin parar de dar vueltas, se abrió la camisa con violencia, tipo supermán, y apareció plasmado sobre una camiseta interior blanca el horrendo careto del Chelentano. Parecía uno de esos cientos de futbolistas poseídos por espíritus de niños de diez años -perdón me he pasado, de cinco- que saltan, bailan, se besan el anillo -aunque no lo tengan-, o como él, se quitan la camiseta para mostrar otra que hay debajo donde aparece una dedicatoria, una foto del del hijo y hasta alguna vez ha llegado a verse una foto de la suegra, que ya hay que echarle huevos.

Pachín cantó todas las canciones con un depurado acento italiano, supongo que el mismo que utilizaba en Fuengirola para engañar al sector femenino patrio. Y si ante el insistente clamor popular no llegan a cambiar de música, allí hubiera podido ocurrir una desgracia. Más que nada porque mi ídolo no paraba de cantar a gritos y ya casi no le quedaba oxígeno en los pulmones. Si no me lo llego a llevar fuera de la pista para que descanase un rato, mi amigo Pachín hubiera acabado la noche haciendo seda en la vieja caja de pino.

Una vez sentados, disfrutando durante unos minutos del reposo del guerrero, observamos divertidos como se desenvolvía el resto de invitados de la boda en el noble arte de la danza. Bueno, observé yo, porque mi primo el bailón no pasaba por unos buenos momentos, y cerró los ojos mientras resoplaba y tosía como un condenado, con la cara colorada, y por su frente caían en cascada espesos goterones de sudor, grandes cual moco de Troll.

En el primero que me fijé fue en Darth Vader. Tras el cochino baile que se marcó con Susi, se fue a boxes a que le pusieran un par de galones de combustible, marca Lirios, para estar presto para el combate. Y no tardó mucho en actuar pues el hombre se picó con uno de sus antiguos compañeros de clase, que en ese momento vacilaba a la peña marcándose a pelo un añejo break dance ochentero en un lado de la pista de baile, ignorando por completo los terribles berridos en argot con que Las Grecas obsequiaban a los presentes. El breakdancer creo recordar que se llamaba Viudez, Pepe Viudez, un larguirucho con cara de panoli que tuve de compañero de mesa en octavo. Era uno de los arquitectos a los que no les llegaban proyectos. Pero cómo le iban a llegar si con los movimientos que estaba haciendo casi se le salían los huesos, y las muñecas, al apoyarlas en el suelo, crujían como si fueran kikos. Este tío es imposible que trazase bien una recta con escuadra y cartabón porque con esas muñecas tan cascadas seguro que un trazo apuntaba a Murcia y el otro a Torrelavega. El sueño de un traumatólogo vamos.

Pues nada, cuando el amigo Viudez llevaba un par de minutos tirado por el suelo, dando vueltas desorientado y con la cabeza pinchada en una esquina de la pista de baile, apareció Darth Vader con ganas de jaleo. Y lo primero que hizo fue quitarse la chaqueta, en plan guayman, agitándola y dándole vueltas sobre su cabeza primero, como si estuviese en un rodeo de Texas, y luego lanzándola al público, donde le cayó a uno de los loros que se sentaron a mi lado en la ermita. Y ésta, que si bien al principio le moló el obsequio de Robocop, dándole la impresión de que había pillado, cuando acercó la prenda a sus fosas nasales para olisquear un poco el aroma del triunfo, casi echa los altramuces, el pulpo, dos rodajas de solomillo y parte de los crispis que había desayunado ese día, pues la chaqueta del poderoso abogado apestaba a sudor reconcentrado, que más que bailar parecía que había estado pegando ladrillos desde las ocho de la mañana vestido de James Bond.

Pero Darth Vader no se percató del suceso, sino que una vez descamisado, se colocó delante de un sorprendido Viudez y le dijo:
-Vi-u-dez, pre-pá-ra-te. Que hoy mi cuer-po pi-de co-mi-sa-ría.

La gente se descojonó con el comentario. Acto seguido, el sin par picapleitos comenzó a dar botes, a hacer calambres con los brazos, se echó al suelo y nos obsequió con extraños movimientos con brazos y piernas que nos dejaron a todos flipados. Incluso se puso a andar hacia atrás, sin moverse del sitio, como hace Michael Jackson. Sin embargo, Viudez no se vino abajo y tiró de grandes éxitos, tumbándose en el suelo para hacer el gusano, aunque dada su envergadura, un tipejo largo y estrechillo, más que un gusano parecía una serpiente pitón sufriendo los espasmos de una mala digestión. Al final, ambos contrincantes se pusieron frente a frente, picándose mutuamente con movimientos cada cual más inverosímil.

Y fue en uno de estos estrambóticos movimientos cuando el negado de Viudez, sin querer, todo hay que decirlo, enganchó con la uña del dedo meñique –esa que algunos se dejan larga para rascarse mejor la orejilla- el amplificador que el amigo Vader llevaba adherido al gañote. Se trataba de una goma elástica en cuyo centro estaba el pequeño amplificador circular. La uña ejerció esa vez de garfio pirata y al echarse hacia atrás estiró la goma ante el asombro de todos. Cuando ésta estaba a punto de romperse, la uña se partió, con el consiguiente chillido julandrón de Viudez. La goma retornó a su sitio original, al igual que el amplificador, que chocó estrepitosamente contra el cuello del abogado bailón, sonando en toda la sala una especie de quejido metálico que nos puso los pelos de punta. Y la reacción no se hizo mucho esperar. Una vez que Darth Vader tragó saliva, que por cierto gracias al ampli y pese a la música de la sala su garganta sonaba como si se tratase de una cañería vieja, lanzó una tremenda galleta hacia su agresor mientras gritaba fuera de si:
-¡Vi-u-u-u-u-u-dezzzz!

El puñetazo fue esquivado por el larguirucho, agachándose a tiempo cual largo era, sin embargo, al levantarse no calculó bien las distancias y su cabeza chocó contra el mentón de Vader, logrando que cayese peloto. Todo el mundo fue entonces a ayudar al improvisado sparring, que tumbado en el suelo, miraba fijamente al techo, como buscando a John Wayne allá en las alturas para que le echase una manilla en la inesperada gresca en la que se había metido. Susi lo levantó entonces con la ayuda de varios antiguos compañeros de su novio, que una vez realizada la gestión se largaron de allí para evitar posibles vendetas del contrincante de Viudez, quien por cierto también se las piró disimuladamente por si lo denunciaban por agresión, y además de no recibir ofertas de proyectos acababa la semana marcando palotes en la pared de una celda.

Yo estaba descojonado en mi lugar de descanso, viendo los toros desde la barrera. Y sentado junto a Pachín, nada menos, quien ya parecía que recobraba el aliento y cogía fuerzas para seguir dando guerra. Lo bueno era que no se percató mucha gente del incidente de Viudez y Darth Vader, más que nada porque allí cada uno iba a lo suyo, y como el break dance no le gustaba a nadie, pues la gente seguía bailando en otro lado de la pista, en este caso una canción de El Consorcio, la del chacachá del tren. Pero uno no podía estar mucho tiempo siguiendo con la vista a alguien que le llamase la atención porque igual se perdía algo. Había que estar atento, con un ojo en la pista, otro en la barra, otro junto a lo servicios…, recuerdo que me faltaban ojos para poder disfrutar cien por cien del espectáculo que estaba viviendo.

Entonces sentí un golpecito en el brazo. Esta vez fue Pachín quien me señaló el siguiente skecht. A lo lejos, junto a la barra, nuestro entrañable Iván Romero, el malogrado talibán, platicaba, o mejor dicho, intentaba platicar con la madre de Pedro y una anciana amiga que la acompañaba, clavadita por cierto a Lola Gaos. La buena señora, ejerciendo su labor de anfitriona, intentaba saludar a todo el mundo y dedicarle unas palabrillas a cada comensal, con el iluso propósito de hacerles olvidar lo acaecido en la ermita, cosa harto difícil en el caso concreto del caballero que tenía delante. Y como yo no podía perderme una situación como esa, me levanté como una exhalación y, tras indicarle a Pachín que iba a por tabaco –qué clásico, pardiez-, me dirigí hacia la barra para poner la oreja en aquella bizarra conversación mientras disimulaba tomándome el octavo myc-cola de la noche.

Cuando los tuve al lado, pude comprobar en directo la ya legendaria peineta de la madre de Pedro, aferrada a su cabeza como si la hubiesen soldado. De ahí no se movía ni un pelo, aunque eso sí, para quitársela esa noche tendrían que tirar de radial porque si no…

La conversación, si es que se puede llamar así a una batería de preguntas que le hizo Peineteitor, y alguna que otra la amiga que llevaba de carabina, en las que el bueno de Iván contestaba bien con ininteligibles sonidos guturales debido a la exagerada inflamación de su rostro, bien con extraños movimientos de mimo con los que intentaba explicar su drama, la transcribo casi literal, desde que llegué hasta donde estaban los tres, pues los grandes recuerdos que tengo de ella han conseguido que logre tatuármela a fuego en la memoria.
-…entonces, usted es árabe, seguro.-sentenció la madre de Pedro, ducha al parecer en detectar los rasgos identificativos de las mas diversas razas que pueblan este valle de lágrimas.
-Ehgggg…-gorgojeó Iván. Él, que era oriundo de Barbate.
-Claro. Por eso no come usted nada, está en el ramadán.-la madre de mi amigo era un verdadero lince.
-Que no mujer, que este señor es africano. No le ves los labios-toma ya, la amiga tampoco era manca.

Entonces Iván se puso a hacerle gestos a su mujer, que se encontraba en la otra punta de la barra, poniéndose tierna de licor 42, y sin que por cierto le hiciese ni caso a su destartalado esposo. Ante tal situación, en la que su mujer no se dignaba a echarle una mano y prefería seguir solateras pegándole al vaso, Iván mostró la cesta de medicinas a las dos mujeres intentado explicar así, si no todo, por lo menos algo de su kafkiano suceso.

-Uy no, no, muchas gracias. No compramos nada-dijo la madre de Pedro respondiendo al gesto del cara pan. Lo siento pero yo soy fiel al doctor Mínguez, mi médico de cabecera.
Romero levantó como pudo sus cejas, en señal de sorpresa. Aquello no le podía estar pasando.
-¿Qué quiere este señor, Ramona?-vaya, gracias a la amiga, por fin descubrí como se llamaba la madre de Pedro. ¿Qué vende?
-Qué poca mundología tienes, Amparito-mira por donde, ya sabemos también el nombre de la amiga, aunque Lola Gaos molaba mas. Este señor es un hombre medicina. Una especie de matasanos de una tribu. Caray chica, que gente más rarita invita mi hijo.
Un hombre medicina…. Cuando escuché la expresión apoyado en la barra, casi me da un jay. Las lágrimas empañaban mis ojos, y los myc-colas que llevaba encima incrementaban mi estado de euforia hasta cotas insospechadas.
-¿Un médico? Pues mira que bien- sonrió ilusionada Lola, digo Amparito. A ver si tiene por ahí un buen yeso que agarrar bien esto.

Y como el que no quiere la cosa, le largó al pobre talibán su dentadura postiza. Algo que ninguno esperábamos. Y al desdentado barbas tan solo se le ocurrió mostrar, casi como acto reflejo, sus puños haciendo la señal de los cuernos, apuntándolos además con rabia hacia las dos féminas mientras gruñía como un poseso, y sin duda se le pasaban por la cabeza los peores insultos tanto para ellas como para todos sus ascendentes, desde el más cercano al más lejano.
-Que mala educación, por Dios-soltó Ramona. Amparito, vámonos de aquí, que este señor no sabe lo que son buenos modales.

Amparito, ni corta ni perezosa recogió de nuevo la dentadura del suelo, pues se había caído tras la pequeña trifulca, y sin limpiarla ni nada, quizá para que cogiese sustancia, la metió de nuevo en el garaje. Raca. Acto seguido, las dos señoras continuaron con su turné, mientras el talibán se pedía un copazo, supongo que para olvidar este día, y yo retornaba de nuevo a mi asiento, ansioso de dar parte de lo que había contemplado ante mi ya íntimo amigo Pachín.

Y así, tras contar la historia, entre pitos y flautas eran ya cerca de las cinco de la mañana. Cómo no, empezó a sonar el sempiterno Paquito chocolatero, señal inequívoca de que en breves momentos nos iban a largar de allí. La gente estaba bastante cocida, lo mismo que yo, y hacía verdaderos malabarismos para no caerse mientras cantaban la famosa cancioncita. Más de uno se cayó cuando intentó ponerse en cuclillas. Para que el fin de fiesta fuera memorable tuvieron que hacer de las suyas el bigotes y Pascual el vampiro. Cuando ya parecía que se acababa el Paquito, al capullo del bigotes, el cual se encontraba detrás de Pascual, no se le ocurrió otra cosa que decirle al oído:
-¡Que viene Van Helsing!

Mira que le costó al hombre acertar con el personaje, pero esta visto que con insistir… Cuando Pascual escuchó la posible presencia de su enemigo maldito en las cercanías, primero se echó hacia atrás, tumbando a más de veinte personas que en ese momento cantaban en cuclillas, y luego, como si tuviese un resorte en el culo, pegó un bote de por lo menos tres metros de distancia que le hizo planear durante unos segundos como un murciélago de verdad. Lo que pasa es que con tan mala suerte en el aterrizaje que cayó sobre el pinchadiscos y tumbó a su vez la mesa de mezclas y las numerosas torretas donde estaban apilados los compacdises.

¡Qué hostiazo! Lo peor es que organizó una tangana entre el malparado pinchadiscos y el no menos malogrado Pascual. Parte de los invitados que se habían caído fueron a ayuadar al pinchadiscos, mientras que Manolo Calderas -menos mal-, Pachín y yo nos pusimos de parte del presidente del club de fans de Christopher Lee. Allí hubo galletas para dar, tomar y regalar. Apenas se acababa uno de levantar tras recibir la guantada de un miembro del clan de los asturianos, cuando ya estaba de nuevo en el suelo, esta vez gracias a la patada en la espinilla con que le había obsequiado una vieja. Y así una y otra vez. Hombre, cierto es que tampoco fui yo de los que más recibió. Más que nada, y aunque quede mal ante ustedes, tengo que reconocerles que a los pocos minutos del inicio de la pelea me largué del asador. Y no fue por miedo a la pelea, se lo juro, sino porque casi por arte de magia llegaron a mis manos valiosísimos objetos que no podía dejar que cayesen en poder de personas desconocidas.

El primero fue uno de los amarillentos y afiladísimos colmillos de Pascual. Casi al principio de la refriega el hijoputa del pinchadiscos, que estaba bastante cachas, le lanzó una tremenda mascada al sin par vampiro de Lavapiés que le obligó a escupir el colmillo derecho, con tal fuerza eso sí que si no llega a agacharse, el culpable de su amputación se hubiera quedado más tuerto que Falconetti. Lo bueno es que el colmillito fue botando y rebotando hasta llegar a mi mano. Yo estaba en el suelo, con un tío sobre mi, y cuando conseguí quitármelo de encima, tras morderle con fuerza en una oreja, di una vuelta hacia la derecha y me encontré con el segundo objeto de culto. Ni más ni menos que el castellano blanco de O rey Pachín.

Aquello no podía estar pasando. En apenas unos segundos me había hecho con dos objetos por los que valía la pena que a uno le diesen una paliza. Y aún no había terminado de digerir el segundo hallazgo cuando observé que a dos metros de mi, la gorda que había sido compañera de viaje en el taxi y que luego vi potando en la cuesta del treinta por ciento, tenía cogido por los pelos Manolo Calderas y no lo soltaba ni a la de tres, pese a los tremendos puñetazos que el bigotes le propinaba sin descanso en las costillas. Quizá no me hubiese dirigido en su auxilio si no llego a ver lo que vi. De repente, delante de mis narices, la gorda se quedó con la parte superior del pelo de mi amigo Calderas enredado entre sus manos. Sí señores, el bigotes llevaba bisoñé. Un punto más a su favor para aumentar la leyenda. Así que, como ustedes comprenderán, sin dudarlo un segundo salté sobre la gorda y le arrebaté de improviso tan preciado tesoro. Aunque para mi desgracia, la mujer no estaba dispuesta a perder tan fácilmente aquel objeto de culto, por lo que me arreó un tremendo guantazo que dejó sus gruesos dedos marcados en mi cara durante varios semanas, e incluso hoy en día, pese al tiempo pasado, aún me duele de vez en cuando el moflete izquierdo al cambiar el tiempo.

Tardé casi un minuto en reponerme de la leche, comprobando inquieto al bajar de nuevo a la tierra que la hermana de Bud Spencer se estaba doblando una de las mangas de la chaquetilla fashion que llevaba, supongo que para tener mayor maniobrabilidad en la siguiente galleta. Pero esta vez no le di tiempo, y de manera inconsciente, le largué un terrible golpe en todos los morros con el castellano blanco de mi adorado Pachín. La señora cayó de bruces contra el suelo, ocasión que aproveché yo para marcharme con la música a otra parte, y algo dolido por cierto, pues tras el fortísimo impacto, la suela del zapato de mi reciente ídolo había saltado por los aires.
Al que no debió sentar muy bien mi gesto fue a Manolo, quien en un principio pensó que había acudido en su ayuda pero que desgraciadamente muy pronto pudo comprobar lo errado que estaba en su suposición. Una vez que tuve el bisoñé‚ en mis manos, me abrí paso a base de codazos y patadas a través de aquel casi impenetrable bosque de brazos, piernas, cuerpos en increíbles posiciones y juramentos lanzados al aire.

Tras una frenética carrera de obstáculos, llegué hasta la puerta de entrada. Mis fetiches estaban a buen recaudo. El colmillo lo guardaba en el bolsillo interior de la chaqueta, el bisoñé‚ en el del pantalón, y el zapato blanco de Pachín lo llevaba bajo la camisa, emulando inconscientemente a Hipólito Rincón cuando se llevó el balón tras acabar el legendario partido España-Malta. No pude evitar mirar un momento hacia atrás, con cierta admiración, para ver por última vez antes de marcharme la imagen de aquellos tres personajes que habían ayudado bastante a que pasase una de las mejores noches de mi vida y que resistían como jabatos las tremendas embestidas de una histérica tropa que jamás estaría a su nivel. Y nunca olvidaré que aquella última visión me sirvió para descubrir cómo aquellos tipos habían rebasado con creces la gruesa franja que separa al hombre del mito. Que Dios los guarde por muchos años.

EPÍLOGO
Han pasado casi siete años desde aquella mágica noche de la boda. Si ahora me da por plasmar por escrito los hechos que ocurrieron entonces quizá se deba a que éste es el tiempo que he tardado en asimilar todo lo que allí sucedió. De Pachín, Manolo Calderas y Pascual no he vuelto a saber nada. Mejor. Siempre es mejor tener poca relación con los mitos pues el contacto continuado con los mismos puede llegar a volver a convertirlos en simples mortales, cosa que no estoy dispuesto a consentir. Lo que si guardo como oro en paño son las reliquias que salvé en la pelea. Los tengo en una pequeña vitrina construida por mi, en una pared de mi cuarto en la que cuelgo lo que yo llamo Recuerdos Bizarros. Esta vitrina en concreto se encuentra entre el póster de Maradona de Drogas No, y un jirón de la camisa de uno de los cantantes del dúo Botones -los de Sanchoooooo, Quijote, Quijoteeeeee, Sancho- que le arranqué hace muchos años cuando fueron al polideportivo de mi colegio a cantar aquella canción que les dio quince minutos de fama. En cuanto a Pedro, el culpable de la gran noche, desgraciadamente ya se ha separado. Su matrimonio tan sólo duró cuatro meses. Qué le vamos a hacer. Aunque me gustaría, Dios lo quiera, que si algún día se le ocurre volver a casarse, encontrar una invitación tan genial como la de sus primeras nupcias entre el correo de la semana. Y desde luego, como coincida otra vez una carta-cadena junto con la invitación, sabré con toda seguridad que esa boda será también mítica.

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